Mañana comparece ante el tribunal que juzga las responsabilidades por el naufragio del «Prestige» el señor Álvarez-Cascos, que era ministro de Fomento hace diez años. Lo hará para declarar como testigo, cuando mucha gente quizás esperaba que pudiera haberlo hecho como acusado, dada la chapucera gestión de la crisis por parte del organismo del que era entonces máximo responsable. La historia es conocida. El barco, un viejo petrolero con bandera de conveniencia, navegaba cerca de la costa gallega en medio de una tremenda tempestad cuando resultó herido de muerte en el costado por el violento choque con un objeto que aún no ha sido identificado. Su capitán, un veterano marino griego que hacía posiblemente su último viaje, acercó el barco a la costa y se dispuso a capear el temporal tras mandar a tierra un mensaje de auxilio. Las autoridades españolas podrían haber optado por darle refugio provisional en una ría cercana y luego llevarlo a un puerto donde se pudiera trasvasar la carga, como se había hecho tiempo atrás con el petrolero «Ildefonso Fierro», un buque de similares características con una avería muy parecida. Sorprendentemente, el ministerio Fomento, tras negarle refugio, lo forzó a dirigirse a mar abierto, una decisión que, dadas las circunstancias, era tanto como condenarlo al hundimiento.

Cambios de rumbo

Y, efectivamente, así sucedió. Las autoridades españolas asaltaron el petrolero, detuvieron al capitán y, una vez al control del timón, pusieron rumbo hacia el norte, con la idea de alejarlo hasta unas 125 millas de distancia y luego provocar su hundimiento en aguas profundas, pero no contaban con la reacción de Francia, donde crecía la preocupación por el destino del petrolero ante la amenaza de que las corrientes pudieran llevar hasta su costa una marea negra todavía más catastrófica que la provocada por el naufragio del «Erika» en 1999. El presidente Chirac hizo unas durísimas declaraciones sobre la irresponsabilidad del Gobierno español, y envió un almirante a Galicia para seguir de cerca la evolución de los acontecimientos. Las presiones de Francia obligaron a cambiar nuevamente de rumbo, y el «Prestige», ya muy debilitado en su estructura por los embates del mar, se dirigió hacia el sur. Por poco tiempo, ya que al llegar cerca de Portugal las autoridades de Lisboa enviaron un buque de guerra con la orden de hundir el barco si entraba en sus aguas jurisdiccionales. La crisis entró entonces en un callejón sin aparente salida, pero, por suerte para el Gobierno español, el barco se hundió «sin intervención humana», como dijo el delegado del Gobierno en Galicia para disipar cualquier sospecha de sabotaje. Una afortunada solución, porque el ministro señor Trillo reconoció después que el Gobierno ya había planeado ¡bombardear el barco con aviones «Harrier»! Durante todo ese tiempo (seis días agónicos), y aun después desde el fondo del mar, el buque fue soltando vertidos que contaminaron extensamente las costas de España y de Francia, causando la considerada como mayor «marea negra» de Europa.

Alejar el problema

Repasando las crónicas que escribí hace diez años sobre la crisis del «Prestige», lo que más resalta, con la perspectiva del tiempo transcurrido, es la obsesión de la clase política por alejar su responsabilidad respecto del problema que estaban obligados a resolver. «Hay que alejar de nosotros, a toda costa -debieron de pensar- al maldito barco que nos importuna con su presencia y hundirlo en aguas profundas para que no nos moleste más. Y, sobre todo, no dar oportunidad a la oposición y a los ciudadanos para que nos acosen con sus insistentes demandas». Posiblemente se trate de un reflejo político heredado del franquismo, cuando los problemas y las personas molestas para el régimen se hacían desaparecer sin contemplaciones. De otra forma, no puede explicarse una actuación demencial que contraría todas las recomendaciones de los expertos en esta materia, empezando por los profesionales de la Marina Mercante.

Dado su temperamento y sus maneras expeditivas, se le atribuyó al señor Álvarez-Cascos haber pronunciado la frase «¡Hay que enviar ese barco al quinto pino!», cuando le comunicaron la peligrosa situación del «Prestige», pero no hay constancia documental de ello. En el curso de aquellas frenéticas jornadas, el entonces ministro de Fomento compareció ante los medios, ojeroso y demacrado, para declarar que «había pasado una noche terrible hasta que se consiguió alejar el barco de la costa». Una declaración imprudente, porque luego se supo que durante ese tiempo había estado de caza en el Pirineo leridano en vez de en su despacho oficial (la afición a la caza pierde a muchos personajes importantes). La actitud contradictoria de Cascos, asumiendo plenamente responsabilidades por un lado y zafándose de ellas por otro, dio muy mala impresión. En algunos momentos parecía un boxeador sonado que tiraba golpes al aire y al que, después del vapuleo recibido, le costaba encontrar su rincón al término de cada asalto. Vistas sus dificultades, el Gobierno de Aznar nombró a Rajoy para coordinar las operaciones y hasta le hizo el feo de crear un gabinete de crisis sin contar con su presencia. Todo el mundo entendió que Cascos estaba en decadencia y a un paso de colgar definitivamente los guantes.

Explicaciones pintorescas

Pero no solo Álvarez-Cascos contribuyó a dar una pésima imagen del Gobierno y de la clase política. Arias Cañete se atrevió a pronosticar que no habría «marea negra». El inefable Trillo, después de un rápido vuelo en helicóptero sobre la costa, vio «esplendorosas» las playas gallegas. Don Manuel Fraga mandó un mensaje optimista a la opinión pública prometiendo una rápida solución, porque, a falta de gente más competente, «Dios y el apóstol Santiago nos iban a ayudar». Y el presidente de la Diputación coruñesa, en la misma línea devocional, pidió auxilio a la Virgen del Carmen, que por lo que se vio no le hizo maldito caso. Por no hablar del alcalde coruñés, señor Vázquez, que propuso bombardear el «Prestige» con fósforo, amén de anunciar que se pondría al frente de una flotilla de pesqueros para impedir la entrada del barco en el puerto de su ciudad si el Gobierno cayese en la imperdonable debilidad de autorizarla. «¡Aquí hace falta un Giuliani!», dijo ofreciéndose a representar un papel parecido al del alcalde de Nueva York después del atentado contra las Torres Gemelas. La actuación de Vázquez fue, como siempre, un prodigio de oportunismo. Ofreció la sede municipal para una reunión del Gobierno de Aznar y acabó firmando un convenio que permite la venta, como solares, de los muelles actuales para sufragar en parte la construcción del llamado «puerto exterior», una instalación que supuestamente iba servir de refugio a barcos en apuros. Una vergonzosa maniobra especulativa que todavía sigue en marcha.

No obstante, la palma de las explicaciones pintorescas se la lleva el entonces delegado del Gobierno y actual director general de la Guardia Civil, señor Fernández Mesa. El elegante político ferrolano, que era jardinero en excedencia del organismo portuario de su ciudad natal, manifestó a la prensa que el petróleo que fluía del barco acabaría hundiéndose y congelándose en el fondo del mar. Algo que, dada la flotabilidad de los hidrocarburos, es imposible. Respecto de la hipotética congelación, tres cuartos de lo mismo. Tendría que congelarse el mar entero para que tal circunstancia pudiera darse. Cualquier escolar que no se distraiga demasiado en clase sabe eso, pero el señor Fernández Mesa lo ignoraba. Más comedido, y en su línea habitual de quitarle importancia a todo, el señor Rajoy definió la marea negra como unos «hilillos de plastilina en estiramiento vertical». Una frase para la historia.

Desconozco lo que concluirán los jueces después de diez años de fatigosa instrucción que han diluido bastante el interés del público. El «caso Prestige» fue una manifestación imponente de solidaridad popular desinteresada, que es lo que vale, por mucho que algunos, como don José María Aznar, intentasen, despectivamente, insultar a los que «ladraban su rencor por las esquinas». Cientos de voluntarios llegados de toda España colaboraron en la limpieza de la costa, y la población gallega, de natural apática, se echó a la calle al grito de «Nunca Máis!». Las imágenes de los pescadores defendiendo las rías del acoso del petróleo con escasos medios conmovieron a medio mundo. La comparecencia de Cascos tiene el morbo de observar cómo el testigo intenta salvarle la cara al fiel subordinado (López-Sors, entonces director general de la Marina Mercante), que se brindó a asumir toda la responsabilidad del desaguisado. Como suele ocurrir en estos casos, la clase política principal y la trama financiera del transporte del petróleo se han salvado de la quema y quedan en el banquillo de los acusados algunos de los que quizás menos culpa tienen. El 1% se sigue riendo del 99% restante.