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La larga lucha de Cristina contra su padre

La presidenta argentina mantuvo grandes diferencias con Eduardo Fernández, su progenitor, un empresario del transporte hijo de un gallego y una asturiana de Vegadeo

La larga lucha de Cristina contra su padre

El correo electrónico me llegó con una carta afectuosa. Me lo enviaba, como quien entrega un regalo y acaso una contraseña cultural, un decano del periodismo de la Madre Patria. Le pegué un vistazo rápido, lo bajé al papel y lo guardé en un cajón. Los otros días, haciendo una mudanza, me encontré con ese recorte de prensa. Uno nunca sabe qué puertas puede abrir una correspondencia lejana. Se trataba, en fin, de una investigación periodística realizada hace unos meses por LA NUEVA ESPAÑA. Asturias, donde nacieron mis padres y a la que estoy íntimamente ligado, fue pródiga en desgracias de la Guerra Civil, en hambrunas de posguerra y en emigrantes desesperados. La crónica fechada en Oviedo da cuenta de que Cristina Kirchner presumió públicamente de sus ancestros asturianos en febrero de 2009, durante la cena de gala que los Reyes le ofrecieron en Madrid. La presidenta fue condecorada por el Rey Juan Carlos durante esa ceremonia y, visiblemente emocionada, habló de sus abuelos: «Me hubiera gustado esta noche ver sus caras. Se hubieran frotado los ojos y no lo hubieran podido creer», dijo.

Apenas tres años después, impulsados ya por la conmoción que causó en la península Ibérica la expropiación de YPF, los periodistas trataron de reconstruir el árbol genealógico de la «Evita con sangre asturiana». Es así como descubrieron que la pura cepa asturiana provenía de su abuela paterna, Amparo Fernández. Parece ser que su abuelo Pascasio era, en realidad, oriundo de Fonsagrada, un municipio enclavado en los límites de Galicia. Precisamente en una aldea cercana, llamada Mazaeda, viven aún dos primos segundos de Cristina Kirchner: Manuel y Oscar. Ellos aseguran que la abuela Amparo nació en Vegadeo. Y que de ese matrimonio con Pascasio nace Eduardo Fernández, el enigmático padre de la presidenta.

Al leer ese nombre, que lleva mi apellido, sentí la necesidad de saber más sobre el personaje: los hijos de asturianos tenemos una particular seña de identidad y algo nos obliga instintivamente a reconocernos los unos a los otros a lo largo del mundo y del tiempo. No quise versiones extraoficiales. De manera que fui a mi biblioteca y recuperé la biografía oficial de Cristina que realizó Sandra Russo hace dos años. Es un trabajo de indudable valor documental: más allá del relato depurado de su autora, Cristina habla en primera persona y ahonda como nunca en sus orígenes y en su misteriosa vida privada.

Eduardo entró tarde en la familia Wilhem, que es la rama materna de Cristina. Carlos Wilhem trabajaba en la Aduana de Río Santiago, había sido simpatizante del conservadurismo popular bonaerense y se había hecho peronista. Según su nieta, Carlos era de «cagarse a tiros con los radicales» y solía llevar a los dos varones de la familia «a desinflar las gomas de los autos de los radicales cuando hacían sus mítines». Fue Wilhem quien la subía a las rodillas de chica y le mostraba «La razón de mi vida», la autobiografía de Evita, cuando todavía no sabía leer: Cristina miraba atentamente los trajes y los vestidos de la Perón. La hija de Carlos Wilhem era Ofelia, madre de Cristina, empleada de la Dirección General de Rentas, secretaria general del gremio y cultora del General. Cuando llegó la Revolución Libertadora y cayeron las leyes de alquiler, todo el grupo vivió la amenaza de un desalojo. La presidenta recuerda esa imperdonable zozobra de infancia infligida por los enemigos de Juan Perón.

Fernández era exactamente lo contrario de su esposa y de sus parientes políticos. «Si para manifestar su antiperonismo tenía que ser radical o talibán, no había diferencia -dice Cristina-. Fue una relación difícil porque mi padre se casó con mi madre después de que yo nací. Yo fui hija de madre soltera. Me enteré después, con el tiempo, viendo mi partida de nacimiento y comparando fechas.»

Amparo y Pascasio llegaron de Asturias «con una mano atrás y otra adelante», se instalaron en City Bell, que era entonces una zona rural, y se dedicaron día y noche al campo. Vendían hacienda y tenían un tambo: Cristina se crio con leche de vaca que sus abuelos ordeñaban y le enviaban cada día. «A ellos les fue bien -recuerda la presidenta-. Empezaron a comprar terrenos, muchos terrenos. Esa locura de los inmigrantes por los ladrillos. Eran cinco hermanos y todos se hicieron de una posición. A mi papá, como no le gustaba trabajar en el campo, mis abuelos le compraron un colectivo de la línea 3».

Reconoce la jefa del Estado argentina que heredó del hijo de la asturiana su mordacidad y observación. Eduardo compró luego dos colectivos más y se hizo socio de la empresa. Cuando le presentó a Néstor Kirchner, con sus anteojos cuadrados y su campera verde, el padre le dijo a la hija una frase asturiana: «Éste parece que recién hubiera bajado del monte». Cristina reflexiona: «Yo creo que lo veía parecido a los de la Juventud Trabajadora Peronista (JTP) que manejaban en ese momento la Unión Tranviarios Automotor (UTA), y era con los que él lidiaba como empleador. Los detestaba».

Su biógrafa sintetiza así su universo familiar: «Una madre sindicalista que no pedía licencia gremial y que convertía su activismo en militancia, y un padre que era empleador y no soportaba tener que discutir las condiciones laborales con el sindicato».

El punto límite ocurrió cuando, una noche de 1971, el hermano menor de Eduardo Fernández desoyó, por una distracción, una orden policial y fue baleado por la espalda. Empezaban las épocas más duras: la izquierda tiroteaba las comisarías y éstas se protegían cortando las calles de la cuadra. Esa muerte fue un shock tremendo, y el episodio volvió a dividir a los Fernández y a los Wilhem. «Mi papá le echó la culpa a la guerrilla -dice Cristina-. Si cortaban las calles era por culpa de la guerrilla. No tuvo rencor con la Policía». Sandra Russo explica lúcidamente varias cosas: hay en la presidenta «heridas inocultables, y su voz brota de una cicatriz»; nunca se psicoanalizó y está acostumbrada a amortiguar sus picos emocionales derivándolos hacia el análisis político.

Pero la verdad es que más allá de ideologías Eduardo Fernández resultó ser, como muchos hombres de aquella generación, muy distante con su hija. Y también fue, según ella misma lo advierte, «un mujeriego». Cuando finalmente se separó de Ofelia y se fue a vivir a otra casa, la joven tomó lógico y definitivo partido por la madre. La biógrafa va al nudo del asunto: «Sus abuelos paternos, los del tambo y los terrenos, le trasmitieron a su padre sus prejuicios». Y escribe sobre Cristina: «Creció escuchando en su propia casa que el que no trabaja es porque no quiere y que los argentinos son vagos». Con cierto desagrado, Cristina mete el cuchillo a fondo al referirse a Eduardo Fernández: «No le gustaban los negros. No sé por qué. Era esa cultura de algunos hijos de inmigrantes».

La riqueza del relato estriba en que la niñez y adolescencia suelen ser el perfecto laboratorio humano que explica muchas de nuestras actitudes de adultos. No se puede caer, sin embargo, en el facilismo de analizar la política desde el psicoanálisis. Sí vale la pena reflexionar sobre ese hogar de desavenencias que tan claramente reproduce uno de los grandes conflictos argentinos.

Los inmigrantes, cualquiera que fuera su idea política, trabajaban de sol a sol, sin francos ni beneficios, sin ninguna ayuda ni protección. Los emigrantes internos que llegaron a las ciudades atraídos por la industrialización peronista obtenían francos, vacaciones pagas, aguinaldos, defensa sindical y muchas veces regalos del Estado. El encontronazo entre esos dos migrantes surgidos de la pobreza generó un inmediato resentimiento. La palabra «negro», que articulaban con bronca algunos españoles, italianos, polacos y turcos, no tenía nada que ver con el desprecio de las aristocracias ni con una lucha de clases ni con una guerra de etnias. Si quienes traía el peronismo hubieran sido chinos, pelirrojos o seres a lunares y a cuadritos, hubiesen recibido apelativos tan horribles como el que usaba el padre de la presidenta. Y de ese conflicto entre pobres y desharrapados no tuvieron la culpa Perón ni sus enemigos. Sólo se trató de una fatalidad de la historia del siglo XX.

Muchos inmigrantes se hicieron radicales para frenar al movimiento que daba cobijo a esos competidores «injustamente» beneficiados, y muchos hijos de ellos nos hicimos peronistas en rebeldía juvenil contra nuestros padres. Yo mismo tardé quince años en reconciliarme con el mío. Con Marcial Fernández, que no era más que un mozo de bar a quien los peronistas despreciaban por «gallego bruto». Mi larga lucha contra mi padre y sus creencias, mi amor por lo plebeyo y mi deseo de ser rotundamente argentino tuvieron también un momento de reconciliación personal y política. Fue cuando viajé y me reencontré con la vieja Europa y sus ideas progresistas. Muchos intelectuales del kirchnerismo dan por perdida a la cultura europea, creen que el movimiento nacional y popular debe apartarse de ella y susurran en el oído de la presidenta la música del olvido. Ella luchó incansablemente contra lo que representaba la familia paterna, contra esa otra mitad del país que veía en el living de su casa. Aquel desencuentro, jamás saldado con su padre, se parece mucho a los choques y malentendidos larvados de una sociedad desmembrada que no logra volver a unir sus partes. Tal vez, quién sabe, Cristina pueda remontar la corriente, vencerse a sí misma y terminar con esta fantasmal lucha que libra diariamente contra el mordaz hijo de asturianos que la desafiaba.

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