En una guerra civil, todos pierden y más que nadie los niños. La Guerra Civil española de 1936-1939 fue especialmente sangrienta y cruel para millones de niños que fueron víctimas de la misma y de sus terribles consecuencias. Los miles de muertos producidos en los combates y en la represión en la retaguardia dejaron tras de sí a miles de huérfanos. Las terribles condiciones vividas en muchas zonas (hacinamiento, hambre, bombardeos...) marcaron para siempre la infancia de muchos niños. Para alejar a los pequeños de este infierno, se organizó desde el bando republicano la evacuación de los pequeños a diversos países. Era una medida que se pensó como temporal, pero que se alargó algunas décadas en numerosos casos o resultó definitiva para muchos. A estos niños republicanos que vivieron esta dura odisea se les conoce como los «niños de la guerra».

A comienzos de 1937, en el mes de enero, se organizó por parte del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, con la colaboración del Socorro Rojo Internacional, la evacuación de niños a Francia mientras durara la guerra. Por parte asturiana colaboraron la Asociación de Trabajadores de la Enseñanza de Asturias (ATEA) y el Ayuntamiento de Gijón. Comprendía a niños con edades entre los 7 y los 14 años, que debían contar con permiso por escrito de sus padres o, en el caso de los huérfanos, de sus tutores. En Francia serían acogidos por familias o bien en instalaciones educativas que se habían ofrecido voluntariamente. No se conoce el número de los que partieron en estas salidas, que aprovechaban el retorno de los barcos mercantes, aunque parece que fueron pocos y en su mayoría huérfanos, ya que todavía por esas fechas la situación no era angustiosa. Después de la caída de Bilbao ya se incrementó el número de evacuaciones, aunque todavía no fueron numerosas las salidas de niños asturianos.

La expedición más numerosa fue la que salió hacia Moscú en septiembre de 1937, cuando la situación militar en el frente asturiano y en la retaguardia era extremadamente difícil. La iniciativa surgió del ofrecimiento hecho por el cónsul de la Unión Soviética en Gijón a la Consejería de Instrucción Pública de acoger a mil niños hasta el final de la guerra. José Bárzana, secretario de la Consejería de Instrucción Pública, se encargó de realizar el listado de los niños, entre los que no se incluyó a ningún hijo de dirigentes del Partido Comunista por acuerdo del comité provincial de este partido. «La condición de dirigentes da obligaciones y responsabilidades mayores», según pensaba Bárzana, pero «no debe dar ningún privilegio».

Cuando la lista estuvo confeccionada, Ángel Álvarez, secretario regional del PCE, y José Bárzana la llevaron al cónsul de la Unión Soviética, quien se asombró de la ausencia de hijos de dirigentes del PCE y les encomendó realizar una lista complementaria de cien niños compuesta sólo de hijos de mandos comunistas.

Al frente de la expedición marcharon Pablo Miaja, un viejo maestro republicano de gran prestigio en Oviedo, y su mujer, así como otras maestras, maestros y educadores, hasta un total de 40. Entre las maestras se encontraban Libertad Fernández Inguanzo, Luz Mejido, María Bayón, María Luisa Rodríguez... Todos los varones eran mayores de 45 años, con la excepción de José María Arregui, que había perdido un brazo en la guerra.

El barco en el que partieron, la noche del 23 de septiembre de 1937, era un desvencijado mercante francés que tomó rumbo a Burdeos, aunque luego continuó hacia Saint Nazaire, donde fueron trasladados a un buque soviético, de nombre «Kooperatsiia» («Cooperación»), en el que ya hicieron la larga travesía hasta Rusia.

La Unión Soviética acogió a un total de 2.895 niños, de los que 896 eran asturianos. Otros grupos de niños, entre los que se encontraron también algunos asturianos, fueron sacados posteriormente desde Cataluña a diversos países de Europa, en particular a Bélgica y Francia.

A la Guerra Civil española siguió la Segunda Guerra Mundial, por lo que la mayor parte de los niños evacuados se vio inmersa en este nuevo conflicto. Algunos de los niños acogidos en Bruselas, al ser invadido este país por los ejércitos alemanes, tuvieron que emprender la huida con las familias de acogida hacia Francia, país que a su vez fue también ocupado en buena parte por los alemanes. Al terminar la Guerra Mundial, los periódicos franceses publicaban boletines de búsqueda de los refugiados para tratar de unir o comunicar a los miembros dispersos de numerosas familias.

Oficialmente, los niños enviados a la Unión Soviética tenían entre 5 y 12 años, aunque en algunos casos se falseó la edad, añadiendo algún año a los más pequeños o restándole a los mayores. Estos niños que fueron a la Unión Soviética fueron repartidos entre diversas «casas de niños», centros de acogida en los que se les atendió y educó. La invasión alemana también obligó a la mayor parte de ellos a retirarse a zonas del interior de Rusia, lejos del frente, viviendo una nueva evacuación.

Según un informe de la Cruz Roja, entre los niños acogidos en la URSS, recibieron formación superior 843 (350 la especialidad de ingenieros y 100 la de médicos); formación media especializada (técnicos y escuela de oficios), 647; formación media completa, 1.280, y formación media incompleta, 125 niños. Al cumplir los 17 años abandonaban las «casas de niños» y los que no pasaban a la Universidad se incorporaron a las fábricas. Algunos, al dejar las «casas de niños» perdieron toda referencia y pasaron graves problemas.

Entre septiembre de 1956 y mayo de 1957, por intermedio de la Cruz Roja, se organizaron seis expediciones de vuelta a España de un buen número de esos niños, que estaban entre la veintena y la treintena. La llegada a Valencia a finales del mes de septiembre de la primera expedición estuvo envuelta de conmovedoras escenas entre los repatriados y sus familiares. Mientras se realizaban las maniobras de atraque sonaban en los altavoces instalados en el puerto valenciano las notas de las «Danzas del príncipe Igor», de Borodin, y el pasodoble «Gallito». Los periódicos de la época señalaban que los repatriados venían «vestidos decorosamente, si bien con ropas modestas y de color uniforme».

Las expatriaciones se suspendieron porque algunos de los que regresaron no se adaptaron a la nueva vida en España y un buen número retornó a la Unión Soviética.

Todos los denominados «niños de la guerra» tienen tras de sí una historia conmovedora. Pero en medio del cúmulo de las más diversas e inverosímiles situaciones vividas por ellos, se puede destacar la de Carlos Vega González.

Carlos Vega González nació el 26 de enero de 1937, casi al mismo tiempo en que su padre, Carlos Vega Martínez, era fusilado en la cárcel de Oviedo, hecho ocurrido el 20 de enero de 1937. Carlos Vega Martínez era en julio de 1936 secretario regional del PCE de Asturias y fue detenido en los primeros días del levantamiento militar que dio el control de la capital asturiana al coronel Aranda. El embarazo de su mujer hizo que Carlos Vega volviera a Oviedo, siendo denunciado por un vecino y detenido, ingresando en la cárcel el 25 de julio de 1936. Su mujer, Clara González Díaz del Valle, consiguió escapar de Oviedo durante la ofensiva republicana de octubre de 1936, en la que los milicianos ocuparon varios barrios de la capital, y dio a luz a su hijo en Rioseco, donde vivían los padres de Carlos Vega y unas hermanas.

Al caer Asturias en poder de los franquistas, la madre de Carlos Vega pudo salir con su hijo hacia Cataluña. Desde Barcelona, donde pasaron algún tiempo, Carlos Vega fue llevado por su madre a la Unión Soviética, siendo acogido en una casa de niños en Moscú. El niño Carlos Vega creció desconociendo su lugar de origen y sus circunstancias familiares, hasta que un día una de sus educadoras le enseñó un mapa de España, y en éste Asturias, y le indicó dónde había nacido. Su primer idioma fue el ruso y sólo posteriormente fue aprendiendo el español.

Carlos Vega fue un estudiante aplicado y brillante, que terminó el colegio con medalla de oro, lo que le abrió el camino al ingreso en la Universidad, donde cursó estudios de Ingeniería en la especialidad de control de accionamientos eléctricos. Casado con Carmen González Clemente, hija de emigrantes españoles en la Unión Soviética, regresó a España en 1980 junto con su mujer e hija Lola. Cerrada cualquier posibilidad de emplearse en la empresa privada, Carlos Vega presentó en pocos meses su tesis doctoral y accedió como profesor a la Universidad Politécnica de Madrid, en la que es catedrático emérito de Máquinas Eléctricas.