La hiperactividad normativa del Gobierno de España en torno al medio ambiente parece imparable. Pero unas veces bajo el manto de la innovación, otras de la seguridad y siempre de la sostenibilidad; ese insaciable afán legislativo del Partido Popular se sitúa en las antípodas del interés general. Al contrario, un sinfín de despropósitos que van camino de aniquilar garantías ciudadanas, y bienes públicos que, como la naturaleza y el paisaje, son, y deben seguir siendo, patrimonio de todos nosotros y de las generaciones venideras.

Recién entrada en vigor la modificación de la ley de Costas para alentar la especulación y apropiación privada del litoral, se aprueba también la legislación que aboga por privatizar la inspección para el control de la contaminación y se anuncia una ley más sobre los parques nacionales que tal parece aspirar a convertirlos en parques temáticos, ignorando que su gran potencial de generación de riqueza radica en su protección.

También ahora le llega el turno al anteproyecto de ley de evaluación ambiental. Una lectura superficial de su exposición de motivos inspira la sensación de que el interés público estará bien preservado en una norma que, en su decir, traerá eficacia en la protección medioambiental, unificación de procedimientos, seguridad jurídica a los promotores, garantías de restauración de pérdidas de valores naturales? Sin embargo, al adentrarse en sus líneas, se advierten los peligros en torno a una herramienta esencial para la protección del medio ambiente: la evaluación.

Amparado en el correcto funcionamiento del mercado único, el anteproyecto aboga por estandarizar los procesos autonómicos de evaluación. Junto a la aspiración de lograr el mayor nivel posible de homogeneidad en los procedimientos ambientales de todo el territorio nacional, y que las comunidades autónomas voluntariamente así lo asuman, se puede observar en el texto normativo la evidente intención, por parte del Gobierno central, de absorber competencias ambientales de las comunidades autónomas.

El texto propuesto, al atribuirle a la Conferencia Sectorial de Medio Ambiente -órgano de cooperación entre Ministerio y las Consejerías regionales- labores de impulso a la modificación o derogación de la normativa autonómica existente, pretende cercenar las competencias de las comunidades para gestionar y establecer normas adicionales de protección del medio ambiente. Una clara manifestación del intento de imponer un modelo único, el del Partido Popular, en todo el territorio español.

La agilidad que se predica en cuanto a los procedimientos carece de eficacia real. Que la evaluación ambiental de planes pueda durar hasta diecinueve meses prorrogables no es precisamente paradigma de agilidad, y esto es lo que reza en el anteproyecto. También la seguridad jurídica brilla por su ausencia, pues la norma carece de mecanismos reactivos ante el silencio de la Administración, provocando la imposibilidad de aprobación de aquellos planes y proyectos cuando ésta no resuelva.

Probablemente tampoco sea del agrado de los promotores la regulación que hace el anteproyecto sobre la inadmisión de los estudios ambientales sin la oportuna tramitación. Cierto que ningún administrado desea perder el tiempo en procesos administrativos que no conducen a ninguna parte, pero respetar el derecho al trámite de quien ha costeado un proyecto y un estudio para que se evalúe ambientalmente parece un elemental principio de respeto de la Administración a los ciudadanos que debería ser protegido, no suprimido.

Otra alarmante novedad que se propone es la posibilidad de revisar, a través de un procedimiento abreviado, las declaraciones de impacto ambiental, habilitando la modificación o el incumplimiento de cualesquiera condiciones de los proyectos, incluso de aquéllos ya ejecutados o en ejecución. El descontrol ambiental está servido. Los promotores -conscientes de semejantes prebendas - ejecutarán proyectos amparados en una ley que avala el incumplimiento. Y la ciudadanía observará perpleja discrepancias entre lo aprobado y lo ejecutado que se consuman alegremente, en perjuicio del común interés ambiental.

Con todo, para el medio ambiente, la previsión de más peligroso alcance del anteproyecto es la creación de los bancos de conservación de la Naturaleza. Los bienes públicos, como el agua, el aire o la biodiversidad, aquellos que siempre creímos que eran de todos, que no podían ser comprados ni vendidos, que el Estado protegería de amenazas para garantizar su disfrute por la ciudadanía, están en jaque. El Gobierno del Partido Popular, fiel a esa rancia política del adelgazamiento del Estado, se desentiende de garantizar el derecho social al medio ambiente adecuado y deja éste a merced del mercado.

Los bancos de conservación se contemplan en el anteproyecto para poder compensar o reparar pérdidas de valores naturales derivadas de cualquier actividad que provoque daños ambientales. Funcionarían como títulos, otorgados por el Ministerio de Medio Ambiente, a quienes en determinados terrenos promuevan actuaciones de creación o mejora de activos naturales y podrán ser adquiridos en el libre mercado, sirviendo para compensar cualquier impacto ambiental, por grave que sea, para cumplir con las obligaciones en materia de responsabilidad medioambiental o sobre la biodiversidad.

Movimientos ecologistas ya están alertando de los riesgos que conlleva esta figura, favoreciendo la especulación con los recursos naturales y sustrayéndolos a la propiedad colectiva. Y es que, una vez que estos bancos entren en funcionamiento, ya no existirán trabas ambientales que permitan declarar inviable ningún proyecto; y si las hubiere, el problema se resolverá sencillamente acudiendo a la adquisición de créditos de valor ambiental equivalente al daño a causar.

Es verdad que la aplicación de instrumentos de mercado a políticas ambientales no nos es ajena. Lleva implantado desde el 2005, en la Unión Europea, el comercio internacional de créditos de carbono (derechos de CO2) entre países que emiten por debajo de su objetivo y los que los sobrepasan, pero también son conocidas las deficiencias en su funcionamiento, lo que debería estimular la precaución.

Pero, además, nada tiene que ver el efecto global de dichas emisiones con los efectos locales de los daños al patrimonio natural. Los impactos en la naturaleza se padecen en unos lugares concretos, y poco soluciona el que se traten de compensar a decenas o cientos de kilómetros. Y, desde luego, ningún consuelo aporta a la población de esos territorios, cuya actividad económica y calidad de vida pueden estar sustentadas en esos valores naturales, ver cómo se degradan a cambio de intentar reproducirlos quién sabe dónde. Y todo con el amparo legal, sin ningún mecanismo de reacción social más que el de la resignación.

El plan estratégico del patrimonio natural y la biodiversidad de 2011 abordaba estos bancos de conservación, implantados en algunos países, e instaba a estudiar su puesta en marcha, aunque con un planteamiento más prudente, estableciendo claramente un espacio vedado, la Red Natura 2000, en Asturias lo más excelso del patrimonio natural. Ahora que el Gobierno del Partido Popular se plantea que proyectos con repercusiones negativas sobre dicha red sean aprobados, ¿podrán nuestros espacios y especies protegidos ser pasto de dañinas iniciativas que menoscaben, seguramente de manera irreversible, su valor natural? ¿Puede el Gobierno de España ser temerario hasta el punto de propiciar dichas agresiones? Hoy por hoy, la respuesta del anteproyecto es «sí», por increíble que parezca.