La memoria del paladar ha sido, según Manuel Vázquez Montalbán, la única revolución cultural de fondo que aportó la democracia. Gozaba y goza de mucha mejor salud que la memoria histórica, se apresuró a recalcar el hombre de cuya muerte se cumplieron días atrás diez años. Esa sabiduría aliñada del placer gastronómico la articuló el escritor barcelonés que murió en Bangkok mediante su personaje más popular, el detective Pepe Carvalho, que acabó inspirando a otros detectives de otras novelas en diferentes puntos del planeta. Tan es así que hoy en día resulta complicado leer una historia de detectives que no encierre a un tipo preocupado por la comida: ahí están, por citar tres, los casos de Montalbano, homenaje del propio Camilleri a quien fuera su amigo español; Kostas Jaritos, del griego Petros Márkaris, o el mismo Guido Brunetti, de la estadounidense Donna Leon. Hay muchos más; uno de estos domingos los sentaremos a todos a la mesa a ver qué sale de la pitanza.

Gracias a Carvalho o a Vázquez Montalbán los de mi generación hemos aprendido unas cuantas cosas de la cocina regional que permanecían olvidadas. No hay pueblo que presuma de saber comer que no tenga detrás, respaldando su determinación, una gran cocina regional. Carvalho no paraba de comer en las novelas, y por si algunas de las sugerencias del detective gallego no hubieran prendido en el lector, los herederos del padre de la criatura se encargaron de pasarlas a limpio en una colección de recetarios titulada Carvalho gastronómico, que no está mal, con referencias abundantes a las diferentes cocinas de la Península.

Y ¿cuáles eran las preferencias culinarias de Manuel Vázquez Montalbán? Como no tuve la suerte de comer con él, me fío de su hijo, buen escritor gastronómico y reputado cinéfilo. Daniel Vázquez Sallés contó que los sabores que asocia con su padre son los pescados y el roscón de una pastelería de la calle de Riera Alta. Ah, y el cap i pota. Para quienes no estén familiarizados con la cocina catalana tradicional, el cap i pota son los callos, la cabeza de ternera, todo ello guisado con verduras y alguna legumbre, preferentemente garbanzos. Dependiendo de la preparación puede llegar a parecerse a los callos a la madrileña. A veces se acompaña de arroz.

Por Arturo San Agustín, autor de La nena del Leopoldo (El Aleph, 2009), una de las crónicas más vivas que se han escrito sobre Barcelona, sabemos de modo certificado que el lugar adonde siempre regresaba el escritor, al igual que el detective de sus novelas, era Casa Leopoldo, el popular restaurante del Raval, su barrio. La costumbre de algunos clientes, los más mitómanos, era acercarse hasta allí y decir que iban recomendados por Carvalho para que les dieran de comer. Por el comedor azulejado del restaurante de Rosa Gil, la Nena de la crónica de San Agustín, han desfilado y supongo que siguen haciéndolo cantantes, toreros, escritores, políticos, empresarios, etcétera. Con más de ochenta años de historia, allí se comen, entre otras cosas, estupendos calamares a la romana, rabo de buey, el citado cap i pota, pulpitos, buenas longanizas del Pallars, butifarra esparracada con espuma de patatas y setas; pescados en su punto, fritos o con salsa verde, albóndigas con sepia y tortillas de chanquetes. Ir a Barcelona y no pasarse por Casa Leopoldo es perderse la oportunidad de comer en un sitio singular por muchos y diversos motivos.

A Vázquez Montalbán lo hemos interpretado por sus artículos y libros como un personaje rabelesiano. Un hombre, como cuenta el escritor Rafael Chirbes, que recorre el mundo armado de cuchara y tenedor, capaz de conmoverse ante la habilidad de cocineros toscanos, franceses o chinos. Chirbes escribió en Por cuenta propia, un libro publicado hace unos años por Anagrama: "La vivencia de la felicidad montalbanesca no necesita de rotundas experiencias pantagruélicas". Vale con un sencillo atascaburras e incluso con un trozo de pan y un cucurucho de aceitunas de Aragón.

Un día, en 1999, la revista "Sobremesa" le pidió a Vázquez Montalbán que propusiese un menú de Nochevieja, y les dejó de piedra con un pequeño cuento sobre un niño, Manuel, él mismo, que aguarda en una cola de racionamiento frente a la panadería. "De pronto tengo delante a mi madre, que me tiende pan caliente y una bolsita de papel de estraza llena de aceitunas negras, de las llamadas de Aragón, sin duda de allí venían, porque entonces se respetaba el turno de las estaciones y los mercados. Pan y aceitunas. Un título de película neorrealista, pero en el alma la saciedad de todos los deseos y el 31 de diciembre, después de las doce uvas, me tomaré furtivamente un pedazo de pan y un puñado de aceitunas negras".

Carvalho y Vázquez Montalbán, personaje y autor, han cocinado y comido lo mismo, y no siempre de acuerdo con la dieta mediterránea. Ambos se familiarizaron con los fogones por motivos de terapia y placer. Pero el detective iba mucho más lejos que el escritor, obviamente porque Vázquez Montalbán así lo quería. "El único saber inocente es el gastronómico, la única forma de cultura que merece la pena respetar", decía Carvalho. Y apostillaba: "Yo nunca como cualquier cosa". Cualquier cosa no son las trufas de la brandada ni tampoco esas aceitunas negras pequeñas y rugosas que tan ricamente acompañan el humilde atascaburras de la abuela cartagenera del detective. Por supuesto que no son cualquier cosa.