"Toy como un roble, pero tiráu en suelu". Con frases llenas de humor, continuas sonrisas y carcajadas e innumerables anécdotas alcanzó ayer los 100 años Herminio Llamazales Díaz, el único vecino de la aldea de Casielles (Ponga), cuya única obsesión es acabar su vida en la casa familiar que adquirió con su difunta esposa, Florentina Llamazales.

Herminio Llamazales se levanta a diario en torno a las nueve de la mañana, si bien la de ayer fue una jornada especial. Las numerosas llamadas, visitas y muestras de cariño que le llegaron alteraron su rutina. Todo el desfiladero de los Beyos ha querido felicitar a su patriarca, e innumerables amigos -muchos, montañeros- celebraron que el último superviviente de Casielles ha alcanzado los 100 años. "Esto se acaba, pero no puedo quejarme porque estoy bien y la mayoría no llegó hasta aquí", comenta. Enviudó hace un lustro, pero mantiene una gran familia compuesta por diez hijos, once nietos y dos bisnietos.

El camino hasta aquí no fue nada sencillo. Herminio Llamazales nació en la aldea de Tolivia, también del concejo de Ponga y que hoy está deshabitada. Tuvo una infancia dura de trabajo, y apenas sobrepasada la veintena se encontró con la Guerra Civil, que le llevó hasta La Coruña, donde cayó herido y pasó tres años en el hospital. Una vez recuperado retornó a su tierra, se casó con su prima carnal Florentina y formó una familia: "Compramos la casa de Casielles a uno que se iba a Argentina; ya teníamos cuatro críos y en Tolivia no había escuela".

Admite que las dificultades para sacar adelante la familia fueron muchas, pero tiene claro que eso fue posible gracias a jornadas maratonianas de trabajo. "Había que echar días enteros y las condiciones no eran las de ahora", explica respecto a su labor de ganadero y labrador en una aldea en la que no había luz, ni agua y ni siquiera carretera hasta hace apenas unas décadas.

"El secreto para vivir tanto es comer poco, trabajar mucho y los aires de El Pontón, al menos en mi caso", sostiene mientras sonríe. Cuenta que hace en torno a medio siglo la población de Casielles superaba los 40 vecinos. Ahora, él es el único habitante. Sus hijos se turnan para hacerle compañía. "La juventud marchó en busca de otros trabajos y los padres les siguieron a Oviedo, Gijón, Cangas o más lejos", declara. Entre sus vivencias no olvida tampoco su papel como sacristán en la capilla de Arcenoriu, para cuya reparación contribuyó especialmente, así como su estrecha relación con los numerosos aficionados a la montaña que visitan continuamente esta aldea situada en lo alto de un monte a la que para acceder por carretera hay que trazar decenas de curvas.

"Son muchos los que vienen a preguntarme por rutas y los conocidos que de vez en cuando vienen a pata a darme un poco la lata", relata en tono jocoso.

Ejemplo del aprecio de la gente es la tarta que ayer mismo recibió por cortesía de su amiga Dulce Caso. El feliz centenario aprovechó para soplar las velas y pedir un deseo nada egoísta: "Que todos tengáis la salud y larga vida que yo he tenido". Disfrutó del dulce en su cocina de apenas cuatro metros cuadrados en la que "llegaron a comer 20 personas", recalca. Ahora, sin la obligación del trabajo, se conforma con poder pasear y vigilar el ganado con sus prismáticos a diario. "De aquí, al cementeriu. Nada de irme para Cangas", sentencia este irrepetible beyusco.