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Asturias desde el mar (III)

La fuerza del Cantábrico: sudor y salitre a los pies de Cabo Peñas

Una aproximación a los luchadores del mar, los pescadores de bajura y los practicantes del deporte del remo

Un grupo de remeros del Club Náutico de Luanco en uno de sus entrenamientos, frente a la iglesia de la villa luanquina, en su recorrido hacia Cabo Peñas. En la embarcación que aparece en la fotografía sobre estas líneas van Beltrán González, David Gutiérrez, Ricardo Menéndez, Mateo Rico, Covadonga Gutiérrez y Alejandro Álvarez, dirigidos por Vera Suárez, que aparece en el extremo derecho de la imagen. IRMA COLLÍN

El sudor se confunde con las salpicaduras del agua del mar. El salitre, con los electrolitos perdidos. El sol aprieta en la nuca. El hombre contra el medio natural. Siete miembros del Club Náutico de Luanco rompen las olas con su embarcación, dirección al punto más septentrional de la cosa asturiana, el Cabo Peñas, recortados contra las paredes rocosas que conforman la costa luanquina.

Es media mañana cuando la embarcación sale a la mar, acompañando a los deportistas del Club en una rutinaria jornada de entrenamiento en el Cantábrico. "Normalmente, más de una hora en el agua no se la suele quitar nadie", asegura Andrés García, presidente del Club y guía en el recorrido de mañana, de LA NUEVA ESPAÑA; por la costa de Luanco. "El problema es que hoy se levantó algo de viento, lo que hace que haya más oleaje. Es dificultoso porque así no puede entrenar la técnica, solo la resistencia", asegura. Los seis remeros, Beltrán González, David Gutiérrez, Ricardo Menéndez, Mateo Rico, Covadonga Gutiérrez y Alejando Álvarez, acatan con disciplina las órdenes que grita la patrona de la embarcación, la más pequeña de todos, Vera Suárez. "¡Remos al agua!", y comienza la travesía.

La salida es en el puerto deportivo de Luanco, al alto ritmo que imponen los remeros, virando en la Punta del Gayo dirección noroeste, alejándose así de la costa candasina y gijonesa, que se pueden divisar en la distancia. La navegación se realiza cerca de la costa, protegiendo la embarcación, en la medida de lo posible, del oleaje que dificulta el quehacer de los deportistas. Alrededor, pequeños barcos pesqueros, faenando, en busca del prolijo botín del mar; lanchas hinchables a motor y multitud de gaviotas, posadas en el agua, mecidas por las olas, en un reposo merecido, previo a la pesca mañanera. La calma que precede a la tempestad.

Se divisa, desde el mar, la urbanización Peroño, un panal artificial en el que la cera y la miel son sustituidas por las casas, enclavadas en la suave ladera, y las abejas por personas que encuentran allí su segunda residencia, de disfrute vacacional, como una escapatoria veraniega a la rutina laboral, una vía de escape al mundano invierno. "Las puestas de sol desde allí tienen que ser impresionantes", apunta García, mirando con deleite hacia el idílico enclave. Después la embarcación se dirige hacia la Punta El Caballo, siguiendo la ruta que lleva, por el interior, a pie o en bicicleta, hasta la playa de Moniello, la mejor manera de contrarrestar los excesos vacacionales en las mesas y barras de la villa luanquina.

De ahí, continuando el viaje, y sin bajar la cadencia de remo, llegamos hasta la Punta de La Vaca, desde donde, ahora sí, es posible divisar el Cabo Peñas, imperial, enfrentándose con descaro a la bravura del Cantábrico, avanzadilla asturiana ante la hordas marinas, el primer defensor del Principado y último resquicio terrestre hacia el norte, frontera natural, belleza divina.

Cuando las fuerzas empiezan a flaquear, comienza el camino de retorno, disfrutando, con un ritmo más suave, del trabajo milenario, paciente, del agua sobre la roca, limándola, puliéndola, hasta conseguir formas de belleza inusitada, esculpidas con cincel salino y paciencia jobiana.

La vuelta se hace más sencilla, a favor del mar, con la brisa rozando con suavidad la cara, llenando de aire los pulmones de los jóvenes atletas. Toca detenerse frente a la playa luanquina, con la iglesia de Santa María como invitada de excepción, posando galana con la luz del sol lamiéndole el pétreo rostro, vigía de un arenal atestado de gente que disfruta del verano en el Principado, propios y extraños, embelesados con la belleza asturiana, con su gastronomía y la hospitalidad de sus gentes. Antes de volver al puerto, no se puede obviar la visita a isla del Carmen, una formación rocosa que, con marea alta, queda aislada de la costa, rodeada de mar y coronada por una coqueta capilla que acoge a un grupo de visitantes que apuran el tiempo que la bajamar les proporciona para volver a la costa a pie.

Es hora de volver, siguiendo la playa, pasando por "la ramblona" donde los más temerarios ensayan sus acrobáticos saltos, ante la atenta mirada de los socorristas, con su uniforme naranja, perfectamente visible desde la distancia, hasta el puerto, donde a los remeros aún les queda un último esfuerzo antes de terminar la extenuante jornada: cargar la embarcación a hombros hasta el Club Náutico. Es el precio que hay que pagar por el disfrute de una perspectiva de la costa asturiana que muy pocos pueden gozar.

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