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CARLOS ÁLVAREZ DE BENITO | Joyero

"El lujo cambió: ahora no se regalan joyas, sino que se va de vacaciones al Caribe"

"Con aquella joyería de mármol y madera la gente pensaba que todo era carísimo, pero éramos los más baratos de Oviedo"

Álvarez, con piezas de cera en su taller ovetense. LAURA CARADUJE

En la calle Cimadevilla, en Oviedo, tiene Carlos Álvarez de Benito un taller y su casa, dos espacios que en el fondo son todo uno. En el sólo aparente desorden el joyero se mueve entre piezas pequeñas, muchos libros y fotografías ("soy muy aficionado. Un día descubrí la fotografía panorámica y me hice cientos de ellas"). Las paredes se completan con unos cuantos cuadros de su padre. Pedro Álvarez pintaba paisajes y tenía en la trastienda de la joyería de la calle Uría una tertulia particular de artistas.

"Recuerdo aquí a Ruperto Caravia y a su mujer, a Fermín Pedrosa, Peña y Solances, entre otros. A todos les encantaba Dalí y a nadie le gustaba Picasso, lo que son las cosas. Mi padre participaba en aquella tertulia, pero nunca dejaba de dibujar sus cosas, sus diseños. Los domingos se iban de excursión y yo ejercía de chófer. Y durante todo el viaje no paraban de decir: ¡mira qué azules, mira qué ocres! Y yo miraba y sólo veía verdes. Supe que con el tiempo el ojo también se acostumbra a los colores".

Carlos Álvarez siempre fue muy de casa. "Nací en 1945, un niño de posguerra que ni se enteró. Tuve la suerte de crecer en una familia acomodada y de pertenecer a una generación española que no vivió ninguna guerra y cuando usted coge la Historia, mire qué es difícil. Estudié en los Maristas y después en el Instituto Alfonso II, que para mí fue un centro fenomenal. Venía de la disciplina de un colegio religioso y me encuentro con un instituto dirigido por Pedro Caravia y con unos profesores buenísimos".

En los años cincuenta la joyería de Pedro Álvarez (Pedro se llamaba el abuelo, Pedro el padre. Carlos tiene un hermano que se llama Pedro y también algún sobrino) era una referencia nacional. Todo había comenzado en un pequeño taller joyero de la calle Magdalena. "Mi abuelo Pedro Álvarez del Río se fue a trabajar allí. Era un negocio con varios socios y uno de los dueños marcó en su testamento que a su muerte fuera mi abuelo el que se hiciera cargo del negocio. Y así fue. Era un gran comerciante, inteligentísimo, simpático, con enorme don de gentes, y que tuvo la suerte de que le salió un hijo artista. Mi padre empezó a diseñar joyas con 15 años y llegó un momento en que la moda de la joyería en España la marcaba él desde Oviedo".

Cuando se abrió el local de la calle Uría, al lado mismo del Carbayón, los ovetenses alucinaron. "Eran unos locales a todo lujo, con aquel mármol y las columnas revestidas por arriba de pan de oro. Mi padre y mi abuelo contrataron a un ebanista gallego que se apellidaba Margariños. Era de Santiago, los muebles los vinieron a hacer aquí, y aquel Margariños, un profesional buenísimo, trabajaba a su ritmo. Decía: voy hasta la Catedral, a ver si me inspiro. Y bueno, lo que se iba era de vinos. Cuando se inauguraron los locales, con aquellas vitrinas llenas de plata y aquel interior que era una gozada, como no había joyería en Europa, la gente pensó que todo lo que allí se vendía debía de ser carísimo".

-¿Y no lo era?

-En absoluto. Yo creo que era la joyería más barata de Oviedo. Nosotros fabricábamos y eso contenía los precios. Cuando en 1965 se reformaron los locales, esa idea de lujo cambió. Se quitaron las cortinas y la gente ya podía ver el interior.

Pedro Álvarez trabajaba en el taller y en el mostrador. Diseñaba y vendía, y allí estaba cuando Carmen Polo aparecía por el local en sus visitas a Oviedo.

"Yo no la conocí en la joyería, pero me dicen que llegaba siempre acompañada de dos o tres señoras y mi padre le tenía guardadas algunas antigüedades, que a ella le gustaban mucho. En contra de lo que se dice por ahí, la mujer de Franco, a la que mi padre llamaba Carmina, siempre pagó religiosamente en la joyería. Pagaba alguna de sus acompañantes, ella no llevaba dinero encima".

Aquel emporio joyero acabó viniéndose abajo en pocos años. "Lo ideal hubiera sido continuar, pero no fue posible. Mi padre sufrió una angina de pecho precisamente cuando cumplió los 65 años. Nosotros éramos ocho hermanos, pero además había tíos y primos. La enfermedad impidió a mi padre seguir trabajando como un burro y se buscó una solución que fue un desastre. Trajimos para gestionar esto a un pariente, un hombre que contaba chistes muy bien, con una labia de la de Dios y, la verdad, se lo pusimos demasiado fácil. Quienes le conocían sabían que había tenido problemas laborales fuera de Asturias y yo escuché cosas que me acojonaron. Aquel hombre enemistó a toda la familia y destruyó la empresa. Así de claro".

Pedro Álvarez fue testigo del declive, pero desde la distancia, gracias a los cortafuegos que le instalaron sus hijos. "Le fuimos diciendo poco a poco que las cosas no iban bien. Murió en diciembre de 1990, con 87 años, y por fortuna no vio la empresa cerrar. Fue un hombre excepcional al que todos los hermanos adorábamos, me acuerdo de él como si lo hubiera visto ayer".

Carlos Álvarez se instaló por su cuenta en 1988, poco tiempo después de la entrega de las joyas restauradas. "Marché de mala manera, yo me llevaba fatal con aquel hombre. Trató por todos los medios de perjudicarme, pero no podía conmigo. Cuando me cansé, me fui. Fue una época difícil porque de repente me vi solo, partiendo de cero".

Primero, en un taller de la calle Rosal, "en una casa que era de la familia de mi madre, y después aquí, en la calle Cimadevilla. Pero me fue bien, funcionó el boca a boca. Yo fabricaba para otras joyerías y para esos a los que llaman hippies, entre los que encontré verdaderos artistas. Venían con sus diseños y yo se los hacía. Pero claro, nada que ver con aquellos años en los que a la joyería de mi padre llegaban clientes para buscar un regalo de 200.000 pesetas. Hubo una época en que había gente con mucho dinero y se viajaba poco. Así que se gastaba en joyas. Aquel concepto de lujo ya no existe hoy; el que tiene dinero se va de vacaciones al Caribe. Pero si alguien de la familia pensaba que esto daba para que todos tuviéramos yates y castillos se llevó una decepción".

Carlos Álvarez se casó en 1991. "No tuve prisa, nunca fui muy falderu, ni de bares ni discotecas. Me casé tarde porque además me tocó una época en la que económicamente no estaba bien, la del cambio de empresa, y soy de los que opino que los experimentos, con gaseosa. Me casé con Mercedes, llanisca, y tuve mucha suerte. Con ella y con la vida en general, pero yo también colaboré un poco. Tengo 71 años, nunca fumé ni bebí, hago vida sana y estoy bien de salud".

"Mis aficiones siguen siendo las que tenía de joven, el monte, el esquí y la bici de montaña. Huyo del asfalto porque ya me dio un par de sustos. Siempre fui muy de prao, de mochila y pesca. Ahora veo a los rapacinos del 'botellón' y no sé... nosotros no necesitábamos ni tanto dinero ni tanta borrachera tonta para pasarlo bien. Ahora me dedico a cosinas relacionadas con Asturias, a diseños que vendo junto a un papelín donde explico qué es aquello, la diadema de Moñes, los rosetones de Santa María del Naranco, la celosía de Las Segadas. Es una forma de culturizar, porque si no, no nos enteramos de nada".

Una de las paredes del jardín posterior de la casa de Carlos y Mercedes está alfombrada de hiedra. Con el sol de la tarde los jilgueros han iniciado sus rituales de fin de jornada. "Ahí dentro de la hiedra cría desde hace algunos años una pareja de mirueyos (mirlos). Este año, dos veces. Hay un momento del año en que desaparecen diez o doce días; se van, pero siempre vuelven. Yo les doy de comer, aquí no hay gatos que les persigan y están en la gloria. Como yo".

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