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"Me pegaba cada día más fuerte, llegué a asumir mi muerte"

Una mujer que sufrió 17 años las agresiones de su pareja narra su infierno: "Había quien decía que sola no estaría mejor"

Testimonio de una mujer maltratada

Testimonio de una mujer maltratada

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Testimonio de una mujer maltratada Mieres del Camino

"¿Dónde vas a ir sin mí?". "No vales nada". "Fea". "Gorda". "Inútil". Así sonaba la banda sonora de la relación de la asturiana A. A. G. con el que fue su pareja durante 17 años. Una música que él machacaba a golpes y que empezó pronto, cuando ella sólo tenía 13 años. El 24 de marzo de 2006, una patrulla de la Policía entró en la casa familiar y arrestó al maltratador. Entonces empezaron las persecuciones y las amenazas. Lo peor de todo, reconoce A. A. G., fue el estigma social con el que tuvo que cargar: "Para la sociedad sólo eres una víctima cuando te mata, cuando vas dentro de una caja". La celebración el pasado viernes del Día Internacional contra las Violencias Machistas, con todos los lazos morados y esos globos al aire, no refleja su historia, dice. Tuvo que abandonar su ciudad natal y refugiarse en Asturias, en una localidad de las cuencas mineras. Los golpes en el cuerpo sanaron hace tiempo, pero hay otras heridas que aún intenta cerrar.

Ella era una niña, él tenía 21 años. Cuando un plato se hace añicos, aunque todas las piezas se peguen, nunca vuelve a ser igual. Lo mismo ocurre en el recuerdo de A. A. G. cuando intenta reconstruir los primeros años con su pareja: "Mis amigas dicen que me golpeó en la calle al poco de empezar a salir, pero yo de eso no me acuerdo. La primera paliza que recuerdo fue cuando yo tenía 15 años". La tiró al suelo, la abrasó a patadas, porque ella no quería realizar una práctica sexual que él demandaba.

Las princesas de los cuentos, las películas románticas, el aparente necesario dolor para lograr el final feliz, el rescate del príncipe: todo el daño del mito del amor romántico sepultó a A. A. G. en plena adolescencia, la primera vez que dejó a su expareja. "Había gente que me decía que sola nunca estás mejor, que él tenía coche y que me trataba como a una reina". Siguieron separados un tiempo, pero él la perseguía. Si la joven iba a los coches de choque, él se sentaba en un banco a vigilar. Si un chico se le acercaba, él armaba bronca. Llegó a pegar a varios amigos.

El amor era la disculpa. "¿Ves cuánto te quiero, ves lo que hago por ti? Tienes que estar conmigo", rogaba el chaval. Ella tomó la peor decisión de su vida: "Creía que estaba mejor con él que sin él. Por lo menos, cuando estábamos juntos, yo podía vivir". Se casaron, pero los únicos momentos buenos que recuerda A. A. G. de su matrimonio están relacionados con sus hijos. "Parir no duele", afirma. Dolían más las palizas que él le daba sin motivo, los insultos a diario. El control total sobre el dinero que entraba en casa, aunque trabajaban los dos. "Él cogía 5.000 pesetas para él y me daba otras 5.000 pesetas para mí y para los niños". Como a él no le gustaba el pan, en casa no se comía ni una rebanada.

La mujer abrió los ojos cuando se mudaron a una urbanización en la que había otros matrimonios jóvenes. Según explica, descubrió "que aquellas parejas tenían una vida muy distinta a la nuestra. Yo, hasta entonces, apenas había tenido relación con gente de mi generación". Intentó "arreglar" su matrimonio, hicieron terapia de pareja. La psicóloga dejó claro que la única solución para sus problemas era una separación.

Divorcio. La palabra que dejó en vela a A. A. G. más de una noche. "Por un lado era lo que quería hacer, por otro me veía tan anulada que creía que sin él no podría seguir". Montó un negocio con esfuerzo y con el murmullo atronador que él entonaba para desanimarla. "Cuanto más fuerte era yo, él más me pegaba. Asumí que me mataría cualquier día, la muerte era un pensamiento recurrente entonces", afirma. Le preocupaba tener al día su seguro vitalicio y dio una serie de instrucciones a su hijo mayor.

La situación era límite. Recuerda que un día estaban en el sofá y, en un magazine anunciaron la muerte de una mujer en manos de su marido. Algo despertó la ira de su marido, que la cogió del cuello hasta dejarla sin conocimiento. "Si no quieres ser la próxima que salga ahí, mira bien lo que haces", le espetó.

No solía arrepentirse, sólo pidió perdón una vez. "Me dio una paliza de muchos golpes y se fue. Cuando volvió yo estaba en la bañera, abrió la cortina y se desplomó al ver las marcas que me había dejado". Lloró y dijo que no volvería a hacerlo, pero le dio otra paliza. La última. La del 24 de marzo de 2006: "Dije a los niños que fueran al salón y él empezó a golpearme en la cocina. Los niños lo estaban viendo todo a través de un espejo que teníamos en el recibidor". Fueron ellos los que marcaron el número de la Policía. Al otro lado de la línea, un agente escuchó sus gritos: "Soy ? (empleó un sobrenombre con el que la conocen en su barrio)". Una patrulla se lo llevó de casa y ella presentó denuncia.

No había denunciado antes porque pensaba que nadie la creería, que no tendría apoyos. Y no se equivocó mucho. Sólo su familia y sus amigas más íntimas se volcaron. Ella empezó a salir y su físico mejoró mucho, adelgazó en unos meses cerca de sesenta kilos. "Esta lo que quería era dejarlo, mírala que guapa se ha puesto y qué bien lo pasa", criticaban algunos vecinos. También se lo decían a sus hijos.

Consiguió una orden de alejamiento, pero su exmarido siguió libre: "La Guardia Civil, la Policía, los agentes ayudan muchísimo. Pero luego está la ley, que hay que cambiarla, porque no es lo suficientemente dura". Él siguió persiguiéndola, aún con orden de alejamiento. La llamaba y la amenazaba. Un día recorrió más de dos kilómetros detrás del autobús en el que ella viajaba. Dio la voz de alarma con un dispositivo, que coordinaba Cruz Roja, y los policías interceptaron el coche cerca del centro de la ciudad. La llamaron para que fuera a declarar, porque no sólo era una persecución: su expareja llevaba en el coche unas cuerdas, un cuchillo y una pala.

Como no llegó a hacer nada, siguió libre. A. A. G., en cambio, era cada día era más prisionera. No salía ni a comprar el pan. Decidió poner tierra de por medio y se instaló en Asturias: "Allí dejé todo, mi negocio, mis amigas, mi familia". Su expareja ingresó en prisión tras golpear a otra chica hasta dejarla sin conocimiento y abandonada en plena calle: "Cumplió la pena íntegra, pero yo creo que salió igual y que no está rehabilitado".

La última vez que hablaron, hace más de dos años, ella le recomendó "Te doy mis ojos" (película de Icíar Bollaín que narra la historia de una mujer maltratada). Ese filme, afirma A. A. G., describe el tormento que fue su vida durante diecisiete años.

-Ya la he visto, nos la ponían a veces en la cárcel. La odio- dijo él.

A. A. G. percibió más desdén que arrepentimiento en esas palabras.

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