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Lágrimas de coraje que no apagaron el infierno

El paisaje del Valledor era hace 25 años un paraíso: estos días se ha convertido en un terreno muerto y de pesadilla en el que cada fotografía duele

1. María Olimpia Ibias, junto a los restos de la capilla del pueblo de Cornollo, en Allande. 2. Un coche circula por un paisaje completamente calcinado en Allande. 3. Juan Antonio Otero y Rafael Cadierno caminan entre el alcornocal del Boxo quemado. 4. Víctor García, en el Alto del Campillo, con parte del anillo perimetral de Muniellos arrasado a sus espaldas. 5. La carretera de acceso al Valledor, vista desde el Pozo de las Mujeres Muertas. MIKI LÓPEZ

Un día de otoño de 1992 sujetaba con firmeza el volante de mi viejo Renault 7 mientras cruzaba por primera vez un antiguo puente sobre el río Narcea. El inquietante indicador con letras desgastadas advertía de que acababa de atravesar el Puente del Infierno en dirección a Pola de Allande con rumbo al Valledor. Los negros presagios de aquel recibimiento que me brindaba el suroccidente asturiano quedaron en el olvido cuando descubrí el paraíso que bordeaba la retorcida carretera que ascendía por el puerto del Palo. Eran tiempos en los que octubre todavía era octubre y el aroma de la humedad ambiental se colaba por la ventanilla entreabierta del Renault destartalado. Los recuerdos también tienen olor y la frescura de aquel viaje sigue fijada en mi memoria con cierta melancolía. En Berducedo cogí el ramal que llevaba al paraíso. El coche seguía el trazado de la carretera que entraba y salía de los continuos túneles vegetales que atravesaban el valle. Casi en cada curva me veía obligado a parar, hipnotizado por los claroscuros del bosque que poco a poco iba desnudándose de la hoja en aquel otoño temprano. Antes de llegar a mi destino, ya me había cargado la mitad de la reserva de diapositivas en fotos de increíbles masas forestales, praderías y paisajes rurales que formaban parte de aquella maravilla que se escondía en el corazón del concejo de Allande. La ruta me llevó aquel mismo día a coronar con el anochecer el Pozo de las Mujeres Muertas. Paré el coche y, en mitad de un ocaso dorado, respiré hondo orgulloso de haberme dado de narices con el paraíso del que tantas veces me habían hablado.

Desde entonces aquellos parajes olvidados de la mano de Dios forman parte de los rincones por los que siempre me ha gustado perderme para dar un descanso al alma. Han pasado 25 años y ayer he vuelto a cruzar el Puente del Infierno en un día en el que no podría tener un nombre más apropiado. Y no ha sido la primera vez. Ya en 2013, en el Valledor, el aroma fresco de la humedad del bosque se había esfumado y sólo olía a madera quemada. Mi memoria olfativa se ha roto para siempre y ya no me apetece parar en la siguiente curva. Me duele cada foto que hago como si fuera una puñalada y me avergüenzo de mí mismo cuando trato de buscar la estética de una imagen que ilustre tanta desolación. Me sumo con estas instantáneas a las lágrimas que he visto derramar en estos últimos años en El Franco, Allande, Ibias, Cangas del Narcea... Lágrimas derramadas por el coraje de las gentes que sufren tanto como los árboles que se volatilizaron en un infierno con llamas de más de 20 metros de altura, dejando en la retina y en mi objetivo la pesadilla de un paisaje de carbón en superficie. Una Asturias tan negra por dentro como por fuera que jamás hubiese querido fotografiar.

Mi compañera Mónica y yo coronamos el puerto, el mismo puerto donde hace 25 años respiré hondo en un atardecer anaranjado. Hoy también se ha puesto el sol sobre las lomas del Pozo de las Mujeres Muertas. Tristemente más muertas que nunca.

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