Es un hombre normal. Es más, en su entorno social y profesional pasa por ser un buen compañero y una buena persona, tanto de trabajo como de vida. Pero no es cierto. Una cosa es la apariencia y otra la realidad. Es unlobo con piel de cordero. ¿Y ella? ¿Cómo es la mujer que comparte su vida? Aparece como alguien dulce y atenta con su marido, tranquila. Tampoco es real. Se muestra sosegada por el tratamiento con ansiolíticos y está atenta a su marido para no cometer errores que supongan una nueva crisis, una nueva discusión. Otra paliza.

Los expertos coinciden en que no existe un perfil claro de maltratador. Aún así, Javier Fernández Teruelo, Catedrático acreditado de Derecho Penal de la Universidad de Oviedo y experto en violencia de género, ha encontrado algunos rasgos que permiten aproximarse a esa figura. "Es un hombre dependiente, con un modelo cultural y personal construido en esa relación de pareja como base de su experiencia. Físicamente no tiene por qué ser muy violento, pero sí lo es psicológicamente".

Esto explica que los maltratos empiecen por ser psicológicos, hasta que consigue el dominio y la sumisión de la víctima y es cuando ésta se revela cuando llega la fase de la violencia física, de los golpes y las palizas.

El maltratador "anuncia la muerte a su pareja, la suya propia e incluso la de sus hijos. Un 30% de ellos se suicida o lo intenta, y el resto se entrega. Pero en todos los casos, provoca que la víctima, por miedo, se autosometa", explica Fernández Teruelo. "En realidad, estos hombres sufren trastornos adaptativos, sienten que son víctimas, tienen una baja autoestima y se infravaloran, porque son conscientes de su enorme dependencia. Ante el pánico de verse solos si las amenazas no funcionan, se activa el arrepentimiento ficticio para intentar recuperar el control. Utilizan todas las herramientas que se les ocurre".

La primer herramienta es la de ignorar a la mujer, despreciando todas sus opiniones y comentarios, para luego generar tensión mostrando su permanente enfado y acusándola de que todo lo que hace está mal. Simultáneamente va llegando el aislamiento. Ella sólo puede salir de casa para ir con él y a dónde él quiere, y por supuesto se tiene que vestir como él diga. Las familias quedan al margen, y no hay amigos. En este punto, el teléfono se configura como una herramienta fundamental de control. El agresor vigila con quién se comunica e incluso dónde está su víctima, dándose el acoso.

La Ley Integral de Violencia de Género establece el castigo a imponer al maltratador que vuelca toda su impotencia y rabia en su pareja o expareja. Según analiza Fernández Teruelo en su última investigación, "el recurso al castigo pero, sobre todo, a la amenaza penal, se sustenta sobre la idea de que los seres humanos somos seres motivables". Por tanto, "se basaría en la hipótesis de que el agresor de género es siempre un sujeto dispuesto a cambiar (omitir) su comportamiento ante la amenaza penal, en base a criterios de coste-beneficio ". Es decir, que el hombre que maltrata a su pareja o expareja trata de eludir las consecuencias penales y civiles de sus actos, y por eso pelea en su defensa no sólo para evitar la cárcel, sino también las penas civiles y salir vencedor de la contienda. Así, tratará de ganar para no abonar la pensión alimenticia, y para quedarse con la custodia de los hijos y la asignación de la vivienda habitual.

El caso extremo llega con el feminicidio, e incluso con el asesinato de los hijos, y la causa suele ser la amenaza de ruptura. El proceso finaliza con el suicidio. El maltratador no concibe su vida sin su víctima.