Empiezo esta intervención cinco años atrás. Cuando la ejecutiva socialista que lideraba Alfredo Pérez Rubalcaba decidió en 2012, en lo más profundo de la recesión, proponer una reforma constitucional, no apelaba a ella como una simple declaración escapista, un truco a lo Houdini para huir de la situación económica y política que vivíamos. Tampoco planteaba un big bang constitucional, la apertura de un proceso cuasi constituyente con posiciones de partida distintas a las de la Transición. Sabía, eso sí, que el enfoque tenía que ser diferente, porque si en 1978 se había puesto en marcha una descentralización política, lo que en 2012 pretendíamos -yo formaba parte de aquella dirección- no era otra cosa que organizarla, perfeccionarla y cerrarla.

Creíamos que la estructura del Estado tenía que repensarse y mejorarse para asegurar el buen funcionamiento de un sistema que surgió en un contexto histórico singular y que se desarrolló al ritmo de la dinámica política entonces abierta, al margen de cualquier plan o diseño previo pero anclado en una premisa fundamental: si la autonomía existe como derecho es porque se proclama la unidad como principio.

Recuerdo que, también en 2012, en la presentación de su ensayo Informe sobre España Santiago Muñoz Machado sostenía que sufríamos "una crisis constitucional de enorme hondura, más difícil de resolver que la crisis económica misma", y consideraba temerario no querer ver que el reparto de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas era "tan oscuro, ineficiente e inadecuado" que negar la necesidad de la reforma suponía aferrarse a un "inmovilismo paralizador e irresponsable".

Ocurre además que la crisis económica y la constitucional no son realidades inconexas. La mala gestión de la recesión ha actuado como un disolvente, un aguarrás de la democracia. Que el aumento de la desigualdad engendraría monstruos, al igual que El sueño de la razón de Goya, estaba cantado, pero la falta de memoria y la arrogancia de las tesis de la austeridad causaron estragos. Hoy nadie discute que aquella ceguera catalizó los populismos en Europa. El problema es que en España también el nacionalismo se autopropuso como refugio o alternativa a la deprimente realidad económica. Y, como saben, el sueño de la nación produce aún más monstruos que el de la razón.

Hoy, la percepción de que el Estado de las autonomías necesita cambios se ha consolidado hasta el punto que me atrevo a decir que ya es ampliamente mayoritaria. Vuelvo a recurrir a Muñoz Machado cuando afirma:

"El Estado autonómico se ha construido en España a golpe de iniciativas territoriales, apoyándose en la fuerza normativa de los Estatutos, que es donde se han regulado todas las instituciones nuevas, recogido las declaraciones de propósitos más ambiciosas y la nueva organización".

No se trata de una opinión, sino de una evidencia, a la que también se refiere Javier Tajadura cuando nos dice:

"Al no recoger la Constitución ni la relación de comunidades autónomas ni sus competencias, esas operaciones se difieren a los Estatutos de autonomía. Ello permite que se pueda modificar la distribución del poder en España, una cuestión materialmente constitucional y que incumbe a todos los españoles, mediante la reforma de un Estatuto de autonomía o la aprobación de leyes orgánicas de transferencia o delegación, sin necesidad de activar el procedimiento de reforma".

Reconozcamos que tenemos motivos para la perplejidad. El mecanismo acorazado de reforma establecido en el artículo 168 de la Carta Magna aboca a la rigidez. Esa rigidez, sí buscada ex profeso por los constituyentes, encarece políticamente los cambios hasta hacerlos casi prohibitivos. Pero mientras la letra constitucional apenas se toca, asuntos medulares de su contenido se deciden de forma indirecta a través de los estatutos u otras leyes.

Si no podemos acceder por la vía principal, recurramos a los atajos.

Por eso para Tomás y Valiente lo verdaderamente relevante del peculiar federalismo español es que "éste no es el resultado de una decisión constituyente, sino de una serie de actos legislativos susceptibles de ser modificados en cualquier momento por mayorías políticas coyunturales. Es así un modelo abierto indefinidamente que pone en riesgo la seguridad del Estado".

Lo que nos están diciendo es que ningún texto constitucional puede dejar permanentemente en la inconcreción y la ambigüedad la distribución territorial del poder.

Pues bien, el objetivo último de nuestra propuesta de Granada no era otro que poner coto a esta situación haciendo más claro y más racional un modelo muy confuso, evitando además el progresivo vaciamento del poder central.

Queríamos perfeccionar el sistema y cerrarlo, poner fin definitivamente al larvado proceso constituyente y terminar con el riesgo de centrifugación del poder hacía unas comunidades autónomas aquejadas de una insaciable voracidad competencial, y queríamos hacerlo excluyendo deliberadamente todo aquello que por su contenido simbólico pudiera dar lugar a interpretaciones subjetivas con significados esencialistas y carga emocional.

Llego al punto de hacer una pregunta, la primera de las tres que plantearé en esta intervención. ¿La reforma constitucional es factible hoy? ¿Existe una posibilidad razonable de consenso entre las especies políticas que navegan juntas en el arca de Noé de la democracia española tras el diluvio de la crisis y la tormenta de la secesión catalana?

Plantearnos esta interrogante no es una renuncia. Soy partidario decidido de la reforma constitucional. Rechazo el argumento de quienes la descalifican porque no satisfará a los independentistas. La reforma que defiendo no está concebida como el premio de consolación al secesionismo, debe entenderse como una exigencia para mejorar el funcionamiento del Estado autonómico.

Pero, aparte de defender la reforma, tengo que fijarme en la coyuntura política. Admitamos que llevarla a cabo hoy es al menos muy difícil, y lo es por la inexistencia de un acuerdo básico entre los partidos que nos aporte la concordia necesaria para abordar una tarea de tal magnitud.

Podemos hablar, incluso debemos hablar de ella. Yo mismo lo he hecho en bastantes ocasiones. Pero lo que ni podemos ni debemos es obviar las dificultades que tiene un sistema político para autorreformarse cuando cuenta en su seno con un alto porcentaje de diputados que o bien están en abierto desacuerdo con los valores constitucionales o simplemente sólo se comprometen con unos territorios concretos, ajenos cuando no hostiles a cualquier dinámica de integración. Ésa es nuestra realidad, podemos cambiarla, pero no ignorarla.

En cambio, de lo que si podemos no sólo hablar, sino también cambiar, es del sistema de financiación autonómica. Esta reforma sí que es posible, tanto que ya sería la séptima desde aquella que en 1986 se denominó a sí misma "definitiva".

En realidad, todas las sucesivas reformas han tenido la pretensión de consolidar un modelo estable de financiación, pero el particular diseño de la descentralización en España ha generado incentivos para la negociación periódica, anclándonos a una suerte de tarea inacabable. Es así por la asimetría entre el régimen foral y el común, por los desequilibrios entre competencias e ingresos de las comunidades, por un reparto competencial entre administraciones en permanente estado de redefinición y por la insatisfacción de los gobiernos de la Generalitat de Cataluña con los recursos aportados por cada modelo, incluso cuando algunos de esos modelos tuvieron no solamente su aprobación, sino también su inspiración.

La financiación es siempre una cuestión crucial en un Estado compuesto, un asunto en el que los gobiernos centrales, que no ignoran las características políticas de los ejecutivos territoriales, pueden comprometer elementos estratégicos del modelo para evitarse un alto coste electoral. Y en el que los gobiernos subcentrales -en nuestro caso, los autonómicos- tienen, tenemos, por objetivo maximizar los recursos que controlan y evitar convertirse en perdedores netos con la nueva formulación.

Admitamos por tanto que se trata de una cuestión controvertida en los Estados en los que coexisten varios mercados políticos territoriales (17 en nuestro caso).

Pero tengamos claro lo que, a estos y a otros efectos, supone la existencia de nacionalismos interiores que es, no lo duden, el auténtico hecho diferencial del federalismo español.

Y que por eso cuando hablamos de financiación debemos asumir que los nacionalistas, por definición, se sientan prioritaria cuando no exclusivamente solidarios con su sociedad de referencia, es decir con los hombres y mujeres que consideran integrantes de su nación.

El caso es que la evolución de la financiación autonómica durante los treinta años transcurridos desde que se implantara aquel "modelo definitivo" de 1986 ha transformado un sistema basado fundamentalmente en las transferencias del Gobierno central en otro mixto, donde cada vez están más territorializados los recursos debido a la cesión total o parcial de figuras tributarias antes exclusivas del Gobierno de España. También se ha ampliado de manera progresiva la capacidad normativa de las comunidades y se ha estimulado (normalmente a la baja) la competencia fiscal. El impuesto de Sucesiones y Donaciones es un buen ejemplo.

Se trata de una evolución lógica. Responde a la tensión entre los modelos cooperativo y competitivo de los estados federales y depende en cada momento y en cada federación de una cuestión eminentemente política: las preferencias sobre el tamaño del Estado y el nivel de competición que se quiera establecer entre las distintas jurisdicciones fiscales, incentivando la deslocalización personal y empresarial mediante lo que se llama el "voto con los pies".

Existe, por tanto, un indiscutible conflicto político entre las formas cooperativas y competitivas de la organización federal, que se revela tanto en el carácter exclusivo o compartido de las competencias como en el sistema de financiación. Otra cosa es que algunos, muchos, nos preocupemos por las consecuencias que puedan derivarse de esa pugna, porque exacerbar la competencia entre territorios debilita a la federación y porque en un país como España en el que existe una estrecha vinculación entre geografía y política y en el que la distribución autonómica de la riqueza es tan desequilibrada, hay razones poderosas para recelar de una modalidad federal que induce una tensión insostenible entre autonomía y solidaridad.

De nuevo invito a fijarnos en los rasgos propios. En este punto, lo singular del federalismo español no es que se oigan voces en la derecha que, con el fin de invertir la tendencia expansiva de la presión fiscal y el gasto público, propugnen la competición territorial mediante la rebaja de impuestos y propicien el "voto con los pies". Forma parte de su lógica económica y política. Lo peculiar es que, al combinarse el autogobierno con exigencias de reconocimiento nacional, se contamina lo económico con lo cultural, se genera una permanente tensión institucional y se promueve la limitación de la solidaridad interterritorial impulsando una versión dual y competitiva de la organización federal.

Aunque la mayor singularidad (tal vez debería llamarlo extravagancia), no es la de los que proponen inventar fronteras, reducir la dimensión de la ciudadanía y poner coto a la solidaridad, sino la de quienes plantean esos mismos objetivos en nombre de la democracia y en nombre de la izquierda.

Llego ahora a la segunda cuestión. ¿Qué dice la Constitución sobre el sistema de financiación? O mejor, ¿cuáles son las reglas generales que limitan la acción del legislador ordinario en esta materia, de acuerdo con los principios de solidaridad e igualdad?

En Granada los socialistas decíamos que este asunto está desconstitucionalizado, y es verdad. Los constituyentes solo se refirieron a la financiación de las entonces futuras comunidades autónomas en tres artículos concretos: el 156, donde se establece el principio de solidaridad entre todos los españoles; el 157, que define la procedencia de los recursos, y el 158, que incluye la garantía de un nivel mínimo de servicios fundamentales en todo el territorio.

Queda claro, pues, que delegaron en mayorías parlamentarias coyunturales la definición del grado de solidaridad que debe establecerse entre todos los españoles, la precisión de cuáles deben ser los servicios públicos fundamentales y la concreción sobre el nivel mínimo de las prestaciones. Es decir, la escasez y la laxitud de los valores y principios generales recogidos en la Constitución han dejado a la decisión última de los legisladores no constituyentes una cuestión crítica en todo Estado descentralizado: la definición del compromiso político entre autonomía y solidaridad.

Lo idóneo y lo razonable sería que la propuesta de reforma constitucional incorporara una mayor precisión en esta materia, aun cuando necesariamente se tratase de reglas generales. Por eso en este asunto, como en otros, tiene todo el sentido perfeccionar un Estado que ya es federal reformando una Constitución que no lo es.

Planteo ahora la tercera y última interrogante:

Si el sistema de financiación, es un elemento determinante en la resolución del conflicto entre las formas cooperativas o duales, solidarias o competitivas de toda organización federal, ¿podemos abordar la revisión de aspectos medulares del modelo sin que estemos prefigurando, condicionando con una camisa de fuerza la futura reforma de la Constitución? Añado más: ¿podemos hacerlo aunque algunas autonomías no apoyen la reforma, como ocurrió con la vigente de Zapatero o como la aprobada en la primera legislatura de Aznar?

¿Debemos hacerlo aunque no podamos debatirlo y tal vez aprobarlo en una Cámara de integración territorial como debería ser el Senado y no exclusivamente en una de integración social?

Porque no se trata solo de que el Estado español haya transformado sus viejas estructuras centralistas y cuente con una organización autónoma indiscutiblemente enraizada. Es que esas raíces se han insertado de manera tan tenaz y tan progresiva en la vida española que hoy son muy poderosas y muy profundas.

Lo que ha ocurrido es más que la consolidación de unas instituciones y unas élites políticas que están muy pendientes de las preferencias de los titulares del sufragio en unos mercados electorales extraordinariamente duros y exigentes.

El fenómeno trasciende de una mera descentralización con la consiguiente territorialización de la inversión y el gasto público, ha calado en los imaginarios en forma de una conciencia autonómica. Donde la había, se ha reforzado (o desnaturalizado) y donde no existía, se ha creado.

Por evolución, por emulación, por competición, por el uso y abuso de un medievalismo que parece anclar a las comunidades en una etapa previa al Estado español€. Por lo que sea, lo cierto es que se ha generado y consolidado una toma de conciencia autonómica inseparable de otras formas de conciencia social y política que hace a España más distinta, pero también más igual que al inicio de la andadura descentralizadora.

Insisto, cuando las comunidades autónomas han alcanzado tal grado de madurez y afianzamiento en la conciencia política de los ciudadanos ¿cabe reformar el sistema de financiación sin la unanimidad de unas instituciones que son actores fundamentales del Estado? ¿Dónde ponemos el límite?

Hay otras muchas propuestas relacionadas con la reforma constitucional incluidas la carta de derechos, e incluso la sucesión de la Corona. ¿Es alguno de esos asuntos más medular, más decisivo para nuestro futuro que la regulación de la solidaridad o la competencia entre las comunidades autónomas?

Pienso en Asturias, la comunidad que gobierno, y no quiero que el porvenir de mi tierra se condicione por alianzas coyunturales, por ambiciones a corto plazo, por urgencias financieras de unos o de otros o por compensaciones económicas para apaciguar la pulsión independentista.

A punto de abordar la revisión del sistema, términos y expresiones como "competencia fiscal", "altas cotas de poder tributario", "voto con los pies", "ordinalidad", "nivelación parcial", "límites a la solidaridad", "derechos históricos", "concierto económico"€ nos alertan de que estamos ante un asunto de profundo significado político. ¿También con un fuerte componente experto y técnico? Sin duda, pero los problemas de índole técnica no son lo que amenazan al Estado autonómico, sino los de naturaleza política.

Estamos ante un asunto que si en cualquier país de corte federal responde a las preferencias de quienes propugnan un determinado modelo económico y social, en España se expresa con balanzas, con transferencias, con contribuciones entre nosotros y vosotros, los pronombres por los que pasan los perímetros de la identidad, las fronteras que dibujan los más firmes partidarios de la asimetría, los mayores defensores de la desigualdad territorial.

Seamos conscientes de la importancia de estas decisiones. Que el sistema de financiación autonómica necesita ajustes que deben ir más allá de una mera revisión técnica es una cosa; modificarlo en aspectos nucleares es otra bien distinta que no debería abordarse con carácter previo a la reforma constitucional si no queremos incurrir en el riesgo de condicionarla, de constreñirla antes siquiera de iniciarla.

Hoy, concluyo, se está hablando de un cambio de modelo que responde a distintas visiones de España. No me asusta. El problema consiste en que ese cambio conlleva también distintas visiones del Estado, y el Estado, la estructura del Estado, no puede seguir estando a merced de mayorías coyunturales. Salvo que sigamos eligiendo los atajos o los rodeos para no abordar de frente las tareas principales, ésas que miden la altura y la capacidad de la clase política de un país y que retrata, en fin, la propia calidad democrática de ese mismo país.