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Encinares De San Emeterio

Una isla mediterránea al borde del Cantábrico

Los bosques de encinas se han hecho fuertes en la abrupta rasa calcárea de la costa oriental, de microclima favorable

Una isla mediterránea al borde del Cantábrico

La España atlántica, eurosiberiana o húmeda no es una realidad homogénea, sino que hay espacios, ambientes, más o menos amplios, aislados, que escapan a sus condiciones bioclimáticas. Islas. Las más destacadas son las que reproducen las condiciones de la España mediterránea y, entre todas ellas, sin duda la más llamativa es la que constituyen los encinares que se encaraman a los acantilados costeros del Oriente y cuya principal expresión son los de la rasa costera de la punta de San Emeterio, en Pimiango (Ribadedeva), que se prolongan, de forma discontinua, hasta las desembocaduras de los ríos Nalón y Narcea. Más al oeste aparecen también en las montañas galaicas y en la cuenca del Sil (donde sus características tienden un puente con los encinares de la Meseta Norte), mientras que por el Este alcanzan el País Vasco (los de la ría de Guernica son los más notables) y encuentran buenos emplazamientos (por condiciones de suelo, clima y orografía) en Cantabria, con el mejor ejemplo en el monte Buciero de Santoña y otras masas de importancia en Pechón, Laredo y Castro Urdiales.

A diferencia de los carrascales, los encinares toleran mal el frío; por eso viven pegados a la costa, porque el mar dulcifica los inviernos (crecen, de hecho, en enclaves de cierta subtropicalidad climática). Su supervivencia en zonas bajas, donde el bosque natural caducifolio, las carbayedas, ha sido casi erradicado, se explica por su selección de hábitat: suelos rocosos y abruptos, no aptos para la agricultura ni asequibles a la maquinaria y difíciles de transformar. Todo lo contrario de los suelos profundos y de perfil suave ocupados por los robles. Un salvoconducto. Los cambios en la superficie y la distribución de estos encinares han tenido más que ver, por tanto, con variaciones climáticas que con la acción del hombre. Su periodo de expansión más próximo se fecha hace unos 5.000 años, cuando se registró un marcado ascenso térmico en Asturias. A su vez, la distribución fragmentada y en enclaves de características físicas concretas que muestran hoy los encinares cantábricos es fruto de las etapas de retracción que vivieron en los periodos de mayor enfriamiento.

Los densos encinares de San Emeterio ilustran bien el perfil estructural de estas masas forestales, de composición vegetal más rica y compleja que la propia de los carrascales, sus análogos en las gargantas y cortados rocosos del interior. Abundan en ellos los arbustos termófilos, relictos del Terciario, como el laurel, el madroño y el labiérnago de hoja ancha, así como las plantas trepadoras: clemátide, nueza negra, "Rubia peregrina", hiedra, y varias zarzaparrillas, madreselvas y zarzas, que con frecuencia hacen estos bosques poco menos que impenetrables. También tienen presencia destacada helechos como "Culcita macrocarpa", "Woodwardia radicans" y "Stennograma pozoi".

La fauna de los encinares guarda más similitudes con la de los carrascales, aunque también tiene elementos diferenciales, como la curruca cabecinegra, un pájaro netamente mediterráneo y muy vinculado a la encina (y a los matorrales seriales que la reemplazan) en toda su área de distribución, hasta el punto de que en Asturias, y en el ámbito cantábrico en general, se ha expandido a través de ellos (y apoyándose en las manchas de bezal-tojal que crecen donde no hay encinares, como en la costa central). Más generalistas, pero igualmente representativas de la fauna de los encinares son la abundante paloma torcaz y la sigilosa gineta, de vida nocturna.

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