- No, senador, preferiría no hacer público esto aquí.

Fue la respuesta de anteayer del altanero joven multimillonario dueño de Facebook a la petición de un parlamentario en el Senado de los Estados Unidos para que revelara los destinatarios de sus mensajes del día anterior.

Con una imagen desconocida, humilde, preocupado y de traje y corbata, lamentó ante el Congreso y el Senado el error cometido por su compañía y pidió disculpas por el uso indebido de los datos de los demás.

De que no hubo tal error es lo que voy a tratar de demostrar a continuación con el permiso de ustedes.

La crisis global de privacidad desatada por la filtración de datos de 80 millones de usuarios de la red social Facebook, y la utilización de esta información personal para la manipulación política a favor de Trump o del Brexit, nos ha hecho perder la inocencia. Hemos descubierto que el paraíso digital no era tal. Internet no es el utópico reino de la libertad máxima y la igualdad democrática que nos vendían sus padres fundadores.

Si la información es gratis. ¿Dónde está el negocio? La respuesta es muy sencilla. Tras las redes sociales y los grandes motores de búsqueda hay un gigantesco mercado de recolección de datos de nuestra intimidad para luego poder vendernos, de forma personalizada, todo tipo de productos e ideas políticas. Nosotros somos la verdadera mercancía. Nuestros datos son el "nuevo petróleo" de la economía digital. Como señala Tim Wu, profesor de Derecho de la Universidad de Columbia, la verdadera gran innovación de Facebook fue convencernos para entregarle gratis nuestros datos.

Estamos ante la revolución tecnológica más acelerada de la historia del hombre. Desde el estallido de la sociedad digital hace sólo once años ya nada es igual: el internet de las cosas, la inteligencia artificial, el bockchain, los coches autónomos? Nuestra vida cambia de arriba abajo.

En el periodismo, esta revolución se ha traducido en un nuevo ecosistema informativo con miles de millones de actores. Hoy, cada persona puede ser su propio medio de comunicación. Sin embargo, esta nueva rotativa digital que funciona incansablemente las 24 horas del día y nos envuelve con una cantidad ingente de textos, vídeos, audios y fotografías está básicamente controlada por cuatro grandes empresas tecnológicas, las famosas GAFA, palabra formada con las iniciales de Google, Apple, Facebook y Amazon.

Estos gigantes, en realidad, hacen en parte las funciones de los editores de la prensa tradicional, pero sin asumir ninguna de sus responsabilidades con el pretexto de que son meras autopistas virtuales de información.

La realidad es que estas plataformas difunden, apropiándose de ellos, los contenidos generados por profesionales de medios de comunicación cuyos salarios ellos no tienen que asumir. Y además se quedan con la mayor parte de los ingresos publicitarios que las sostienen.

Así, los medios profesionales se quedan como único ingreso con una pequeña participación publicitaria que, ciertamente, aumenta cada año de forma importante en términos relativos, pero que resulta insuficiente para soportar redacciones independientes y de calidad a la altura de la demanda de nuestro tiempo.

Los "cuatro fantásticos" de la GAFA no sólo drenan los recursos e ingresos de los medios de comunicación, también se benefician de incomprensibles privilegios fiscales y de una escasa de regulación sobre su actividad, lo que los sitúa en una posición de superioridad total que anula cualquier ilusión de competencia.

La pérdida de calidad de la prensa provocada por la forzada descapitalización profesional no la compensan ni Google ni Facebook, cuyo negocio no es la difusión de información fiable. Puede que su negocio sea la información, sí, pero nuestra información más íntima: nuestros datos personales, económicos, sanitarios; nuestras preferencias estéticas, sexuales o políticas.

Recopilan todo eso, clic a clic, y así elaboran nuestro perfil para luego orientar publicitariamente a sus verdaderos clientes: las compañías que desean vendernos sus productos o servicios. O los gabinetes políticos que quieren colocarnos sus mensajes.

Facebook es la mayor base de datos creada por el hombre. Tiene más de 2.130 millones de usuarios, una cuarta parte de la población mundial. Pero, además, posee la red social Instagram y el servicio de mensajería instantánea WhatsApp. Es un monopolio que asusta.

La profesora del MIT Sherry Turkle, en su libro "En defensa de la conversación", constata cómo la irrupción de las nuevas tecnologías está acabando con algo tan básico en el ser humano, y fundamental para la democracia, como reunirse para charlar. Ahora, basta con enviar un mensaje o un emoticono.

La vida en las redes sociales está marcada por los algoritmos, esas fórmulas matemáticas que seleccionan los contenidos en Facebook o las búsquedas en Google. Los algoritmos sacian nuestras apetencias con contenidos afines a nuestro historial de navegación. De este modo acabamos creyendo, con una visión parcial y sesgada, que todo el mundo opina lo mismo que nosotros, una fórmula perfecta para incentivar el pensamiento tribal y la radicalidad.

Estas prácticas ya les han causado algún quebradero de cabeza a las plataformas, pues, recientemente Unilever, uno de los principales anunciantes del mundo, ha amenazado con retirarles su publicidad si siguen creando división y enfrentamiento y fomentando el odio sin tomar medidas protectoras.

Hay más señales de alarma y hasta algunos de los propios responsables reconocen la magnitud del destrozo. Sean Parker, el primer presidente de Facebook, acaba de expresar públicamente su arrepentimiento por haber impulsado el efecto dopamina de esa red social y por diseñar una tecnología altamente adictiva que explota nuestras vulnerabilidades psicológicas. "Lo sabíamos y lo hicimos", confesó por fin el pasado mes de noviembre.

Y un exvicepresidente de la misma compañía ha ido más lejos al denunciar que "los ciclos de retroalimentación a corto plazo impulsados por la dopamina que hemos creado están destruyendo el funcionamiento de la sociedad".

La peor parte en esta contienda se la lleva la verdad. La plaga de nuestro tiempo la llaman "fake news" o "posverdad". Siempre ha habido manipulación en la prensa, pero la pluralidad de medios y la competencia entre ellos ayudaban a la gente a orientarse.

El engaño por sistema está alcanzando una sofisticación inimaginable con la aparición de potentes factorías dedicadas expresamente a la elaboración de mentiras y, sobre todo, de medias verdades para inducir determinadas formas de pensar hasta el punto de que nos anuncian que pronto este tipo de desinformación superará en número a las noticias verdaderas.

Al ser humano le cuesta aceptar la cruda realidad. Un equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) ha llegado a la conclusión, bastante obvia, por otra parte, de que la mentira es mucho más rápida y tiene más recorrido que la verdad. Las noticias falsas, según ese estudio, tienen un 70 por ciento más de probabilidades de ser retuiteadas, entre otras cosas, porque la mente humana prefiere la información que le resulta familiar y que no le contradiga.

Millones de norteamericanos, británicos y catalanes han sido ideológicamente orientados en recientes procesos electorales. Pero no sólo las autoridades rusas o chinas están detrás de estas campañas de manipulación masiva. La compañía Cambrigde Analytica, que manejó con fines políticos los datos filtrados de Facebook, ha sido creada por Steve Bannon, un líder mediático de la ultraderecha estadounidense, inspirador de Trump durante su campaña electoral y, posteriormente, su jefe de gabinete en la Casa Blanca hasta su destitución.

Lo ocurrido en la campaña electoral de Estados Unidos ha forzado a Twitter y a Facebook a cambiar las reglas de juego y a eliminar miles de perfiles falsos automatizados -los llamados bots- y a tomar medidas de censura en ocasiones ridículas como las aplicadas al desnudo de la Venus de Willendorf, de 30.000 años de edad, o el cuadro de Delacroix "La libertad guiando al pueblo" por sus pechos al descubierto.

¿A dónde nos lleva esta incontrolada inundación de mentiras? Pues a instalar nuestra sociedad a medio camino entre la banalidad de los "influencers" y la falta generalizada de fiabilidad del material circulante por las redes sociales. Y ese caudal turbio es la única fuente de la que se alimentan muchos, cuyo voto decide el gobierno de su país

De ese caldo de cultivo surgen las interpretaciones más pintorescas y extravagantes, mientras esperamos la próxima catarata de "memes" a través del WhatsApp.

El escritor italiano Claudio Magris vaticina la formación de una clase social férrea, rica e intelectual, que se reserva el tiempo para sí misma mientras que los nuevos siervos de la gleba se encargarán de gestionar la plaga de mensajes variopintos que reciban los importantes en sus móviles.

De esta manera, podemos estar configurando una sociedad cada vez más segmentada, incomunicada y desinformada, liderada por una minoría privilegiada que disfrutaría de una información de calidad para desenvolverse por la vida como pez en el agua mientras la mayoría, interesadamente distraída en lo accesorio o lo ridículo, llegaría siempre tarde a las oportunidades y desconocerá los riesgos acechantes.

Pese a tanto poderío mediático digital ha tenido que ser la prensa tradicional -dos grandes periódicos como The New York Times y The Guardian- la que ha destapado el escándalo de Facebook y han puesto el punto de mira en el colosal ataque contra la intimidad y la democracia que se está produciendo.

Hagamos una autocrítica. La obsesión por conocer al instante la última noticia ha hecho un gran daño al periodismo porque le ha llevado a despreciar la perspectiva. Como para algunos prima más indignar que informar, un torrente imparable de noticias negativas nos convence de que vivimos en el peor de los mundos posibles. Pero, como observa el psicólogo canadiense Steven Pinker, "los hechos negativos suelen ocurrir rápido, mientras que los positivos no se construyen en un día y, por tanto, no encajan con el ciclo de las noticias. Si un periódico se publicara cada 50 años no informaría sobre los chismes de los famosos y destacaría cambios estructurales globales, como el aumento de la esperanza de vida".

Ha llegado el momento de que los ciudadanos reclamen su derecho a una información seria que les resulte útil para su vida cotidiana. La verdad, o al menos la voluntad de buscarla y publicarla, tiene que ser la divisa del periodismo.

Para conseguir una democracia saludable, los medios de referencia, sean o no digitales, tienen que recuperar su prestigio social, convirtiéndose en servidores de unos lectores ante los que deben rendir cuentas de su trabajo. Porque ellos son sus auténticos propietarios y no un batallón de esclavos a explotar.