El presidente del Principado, Javier Fernández, ha ejemplificado con el primer e histórico ascenso al Urriellu el necesario entendimiento entre políticos y vecinos en la conservación de los espacios naturales.

La intervención de Fernández se ha producido en el Senado, en el acto de conmemoración del centenario de los primeros parques nacionales de los Picos de Europa y de Ordesa y Monte Perdido, en un acto antre el rey Felipe VI.

Esta han sido sus palabras:Martes, 3 de julio de 2018Intervención del Presidente del Principado, Javier Fernández

Majestad.

Autoridades.

Señoras y señores.

La roca, bajo el pie desnudo de El Cainejo. La roca, bajo la suela de Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós. Es el 5 de agosto de 1904 y los dos hombres, atados por la cintura con una cuerda comprada en Londres, ascienden a la cumbre de El Urriellu.

Imaginemos la estampa, ambos ya en la cima de El Naranjo de Bulnes. Un día de verano, cuando el horizonte se pierde, inmenso en la luz más transparente. Imaginemos y pensemos. ¿Verían lo mismo los ojos del político católico, cazador y cosmopolita Marqués de Villaviciosa que los de Gregorio Pérez de María, guía y pastor?

Catorce años después, el empuje del aristócrata consiguió que Covadonga se convirtiese en el primer parque nacional de España. Sancionó la ley Alfonso XIII, bisabuelo de Felipe VI.

Pero regresemos a la montaña. Sabemos que el marqués y el pastor se sentaron sobre unas peñas para recuperar el resuello y luego echaron la vista a vagar. Uno, sobre lo que buenamente divisaba; otro, escrutaba con ayuda de unos prismáticos. El Cainejo lo contó así:

“Sacó D. Pedro los antiojos y empieza a mirar a todos laos, porque como la niebla estaba baja, echa una vega, se veía la mar de tierra y rebecos en aquella torre, en aquel pico, en aquel nevero, en aquel hoyo, en aquella verdiana, paciendo, ¡qué gusto encontrarse en aquella altura y donde nadie había pisado!”

La historia del parque nacional de los Picos de Europa es un relato de aristócratas y pastores. De un marqués aventurero, tan devoto de la naturaleza como puede serlo quien la concibe como obra del Dios en el que cree, que había conocido los primeros parques nacionales de Estados Unidos y quiere trasladar el ejemplo americano a su provincia. Lo explicó en esta casa, en el Senado, cuando defendió animoso y vibrante la ley de parques nacionales, el 14 de junio de 1916:

“La concepción genial del pueblo americano consistió en haber comprendido que nada cautiva tanto la voluntad como la hermosura, y que hermosear, embellecer la Patria, es hacerla amable, adorable y, como tal, una, fuerte, exuberante, fecunda, progresiva”.

No, el marqués y el pastor no veían lo mismo en la misma belleza que se expandía a sus pies. Los anteojos del aristócrata divisaban una postal, un trozo de naturaleza pura -para su fe, un santuario, un alarde de la creación- que ansiaba conservar. El guía, nacido en el pueblo leonés de Caín que le valía el sobrenombre, forzosamente tenía que reconocer las laderas, los picos, las majadas, los pasos; tenía que reconocer su vida.

Han pasado cien años y pienso que sin aquel marqués quizá no tendríamos parque nacional. Sin el aristócrata, sin los políticos que quisieron, ya en la democracia, una tríada de espacios naturales en Asturias, Cantabria y León, sin los que promovieron después unificarlos en uno solo, tampoco sin la pertinaz alerta ambientalista que protesta contra todo lo que entiende como riesgo de deterioro.

Pero si todo eso es cierto, sin los pastores no existiría el paisaje que protegemos. En los Picos están las arrugas de una orogenia majestuosa, la contractura glaciar, la corrosión cárstica, el vuelo del buitre y la huella del rebeco. Desconozco si detrás de todo eso se halla la mano de la divinidad, pero sé con certeza que en las praderías, el pasar de las reciellas y la hermosa geometría de pastos están las manos de los hombres; hoy, de los últimos pastores de los Picos.

No se engañen. Yo quiero honrar el calzado montañero y los prismáticos del marqués, la cuerda de pita adquirida en una tienda londinense a propósito para la escalada, su pasión por la naturaleza, la fuerza de la voluntad que le animó a protagonizar la primera subida al Urriellu y a promover el parque nacional de Covadonga. Lejos de mí demonizarlo ni santificar al guía, otorgar a El Cainejo una relación entre chamánica y telúrica con esos lugares. Ambas actitudes me aparentan paternalismo. En la primera manda el elitista -sea el aristócrata, el biólogo, el tecnócrata o el político- que quiere decidir cómo debe ser su mundo a quienes lo habitan sin contar con ellos. A veces eso se traduce en incursiones de furia burocrática, letra espesa y espinada de expedientes y normativas ahogadoras. En la segunda, la rendición aduladora, ese peloteo papanata a la lumbre de la tradición con ecos a lo buen salvaje que desprecia reglas, conocimientos y avances, que concluye al fin y al cabo que lo mejor es no hacer nada con el deseo, inútil y melancólico, de que el tiempo no pase.

Tenía razón el marqués: conservar la belleza es hacer patria. Pero volvamos una vez más, ya la última con los alientos que nos quedan, a la cumbre de El Urriellu, cuando el pastor y el patricio contemplaban la hermosura a sus pies. Cómo no desear proteger, salvaguardar, defender aquel océano de crestas, retales verdes con sombras de nube, la silueta orgullosa del águila, el destello agudo, casi hiriente del sol sobre la caliza. Mejor, cambiemos el verbo: no se trata de querer, sino de deber. Porque hoy el pacto entre generaciones más urgente, el de mayor apremio, es la conservación no ya de la naturaleza, sino de la propia vida, del mundo que habitamos.

Asumamos esa responsabilidad. Nosotros somos quiénes debemos decidir cuánta y qué naturaleza queremos proteger. Estamos obligados a ello y podemos hacerlo con mayor perspectiva y conocimiento que nunca en la historia de la humanidad, porque tampoco nunca tuvimos tal certeza de los riesgos que corremos. Pero al hacerlo recobremos la mirada de Gregorio El Cainejo, del guía que subía Naranjo arriba con el aristócrata, los pies descalzos para asentar bien la planta sobre la roca. Sin él, sin su ayuda, la ascensión hubiera sido imposible; sin él, sin las generaciones de habitantes y pastores de los Picos, ese grandioso paisaje cuidado y conformado por los hombres también hubiera sido imposible.

Así que decidamos cuánta y qué naturaleza queremos proteger, pero sin olvidar a quienes la han hecho posible con su trabajo y con su vida. Sería una gran injusticia. Hoy podemos compaginar, como nunca en el pasado, el desarrollo de la humanidad con la protección de la naturaleza. Los parques nacionales declarados en España, de Covadonga y Ordesa en adelante, son un buen ejemplo.

En el Principado conmemoramos este año, además del centenario del parque nacional de Covadonga, ahora de los Picos de Europa, los 13 siglos del origen del reino de Asturias. Doble efeméride sobre el mismo lugar, Covadonga, la que, con o sin creencia numinosa detrás, es nuestra montaña mágica. Permitan que aproveche este acto para invitarles a participar en esas conmemoraciones, desprovistas de cualquier otro afán que no sea el de reconocer nuestra propia historia.

Y ahora dejemos que el pastor y el marqués, el guía y el político, inicien el descenso desde la cima de El Naranjo, a 2.519 metros. Poco a poco, paso a paso, con tiento en cada pisada, atados ambos a la misma cuerda, unidos con el diálogo y la comprensión debida entre la obligación de conservar y la necesidad de vivir.