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Una Constitución congelada en sus orígenes

La falta de actualización de la Carta Magna acentúa sus limitaciones en aspectos como la ordenación territorial y la aleja del paso de la sociedad en la lucha por la igualdad de sexos

Pleno del Senado.

Sin estar en el guion previo de la conmemoración de los cuarenta años de la Constitución, el proyecto de reforma de los aforamientos para que diputados, senadores y ministros queden a merced de la justicia ordinaria ante posibles delitos ajenos a su actividad pública coincide con las celebraciones y, al menos ahora, tiene todas las papeletas para inscribirse en la lista de intentos fallidos de alterar el texto que alumbró la Transición. La historia de la Carta Magna es también la de los fracasos de sus reformas, algunos de cuyos apartados son, a juicio de los expertos, fósiles del tiempo y las condiciones en que fue concebida, por lo que urge su actualización. En otros casos, como la persistencia de la prelación del varón en el acceso al trono, constituyen una reliquia en un contexto de la lucha femenina por la defensa de su lugar en el mundo y delatan que el texto está desacompasado de la sociedad. Pero no hay indicios de que se vaya a superar a corto plazo la parálisis derivada de la pugna entre el empuje reformista de unos y la resistencia al cambio de otros.

Sin apoyos garantizados (los proyectos de reforma constitucional deben ser aprobados por una mayoría de tres quintos de cada una de la Cámaras, 210 diputados y 160 senadores) el cambio en los aforamientos que el presidente Sánchez está llamado engrosar las modificaciones que nunca fueron. No será la primera frustración de Sánchez desde que recuperó el liderazgo del PSOE. Hace poco más de un año, en plena crisis catalana, como contrapartida a su apoyo al Gobierno de Rajoy para intervenir la Generalitat catalana al amparo del artículo 155, un precepto sin estrenar hasta entonces, los socialistas obtuvieron la formación de una comisión parlamentaria para escuchar a expertos y elaborar las directrices de una reforma el título VIII de la Carta Magna, el relativo al organización territorial del Estado. La comisión, de la que estaban ausentes Podemos y los nacionalistas, fue un completo fracaso y las diferencias entre los grupos se avivaron cuando los cuatro "padres" vivos de la Constitución coincidieron en su comparecencia en rechazar cambios constitucionales en la inestable coyuntura política actual, apuntando que muchos aspectos de los conflictos entre administraciones pueden resolverse sin necesidad de tocar la Constitución.

Sin embargo, son muchos los expertos -como el grupo de diez catedráticos coordinados por Santiago Muñoz Machado que, en medio del estallido catalán, avanzaron las posibles directrices de una reforma del texto constitucional- que sostienen que la cuestión territorial es la que más urgida está de cambios. Con la perspectiva de cuatro décadas, resulta evidente que lo que fueron materias espinosas en el momento de gestarse la Constitución no se han suavizado con el tiempo, lo que apuntaría a que algo falla. El ordenamiento del Estado suscitó ya los debates más enconados en la Transición, hasta el extremo de alterar el significado de palabras como "nacionalidad", hasta entonces sólo usado para definir la procedencia de los sujetos, y que se convirtió en un eufemismo para eludir el término nación, por el rechazo que generaba en una buena parte de aquellas Cortes constituyentes hablar de España como un Estado de naciones.

Los conflictos territoriales han acaparado buena parte de la energía política de estas cuatro décadas, hasta convertirse en un problema nacional de primer rango, como en el caso catalán, y han generado una litigiosidad de la que, en buena parte, a juicio de quienes reclaman modificaciones en el título VIII, quedarían liberadas las instituciones encargadas de dirimirlas si se introducen cambios, muchos de ellos de carácter más técnico que político, que acaben con las continuas discrepancias competenciales.

La modificación de la Carta Magna para afinar y corregir el proceso descentralizador que se abrió en la Transición incluye otra pieza distinta, de gran calado simbólico y político, como es la transformación del Senado en foro de representación territorial. La Cámara Alta ha quedado reducida en estos años a una suerte de cementerio de elefantes de los partidos, a un papel secundario sólo roto por su protagonismo en la aplicación del artículo 155 en Cataluña. Su nuevo cometido reconduciría al Senado hacia lo que, según coinciden los expertos, siempre debió haber sido: el espacio de representación y debate de las comunidades autónomas en el ámbito estatal. Esa es una transformación pendiente, que no fructificó en el intento de Felipe González en sus últimos años al frente del Ejecutivo, a mediados de los 90, por el cambio de signo del Gobierno con la llegada del PP al poder.

El núcleo de materias a reformar está bien definido y cuenta incluso con un amplio bagaje jurídico detrás. El presidente Rodríguez Zapatero puso en marcha en 2005 el intento de modificación más ambicioso, que además de la materia territorial incluía la modificación de la sucesión en la Corona y la adaptación a la Constitución Europea, que poco después acabaría su corto recorrido al no encontrar respaldo en las urnas en Francia y en los Países Bajos. El Consejo de Estado dedicó un año a elaborar un documento sobre esas modificaciones, que tuvo el voto favorable de todos sus miembros, excepto el del expresidente José María Aznar, quien encarna la resistencia del PP a entrar a fondo en los cambios constitucionales. Muy lejanos los tiempos en que, todavía en los preliminares del salto a la política, se mostraba crítico con la Constitución, el Aznar presidente se opuso a cualquier alteración y marcó la senda por la que todavía hoy transita el rechazo del que fuera su partido a corregir el texto constitucional.

Incluso cambios en apariencia elementales para adaptar la Constitución al paso de la sociedad, como la supresión de la prelación del varón en el acceso a trono, resultan ahora irrealizables. El significado de esa modificación es más profundo que el de la incorporación de otros avances sociales, a través de la ampliación de los derechos básicos de los ciudadanos a la educación, la sanidad o la vivienda, que también figuran en la agenda reformista. En la oposición a suprimir ese vestigio sexista late el temor a que sirva para abrir un debate sobre la forma de Estado. Miguel Herrero de Miñón, uno de los tres "padres" vivos de la Constitución, lo explica con rotundidad en "Cádiz a contrapelo. 1812-1978 Dos constituciones en entredicho" (Galaxia Gutenberg, 2013). "La eliminación de la varonía del artículo 57 CE, además de ser ahora extemporánea y exigir un complicado procedimiento -el del artículo 168 CE, cargado de riesgos políticos- me parece sumamente hipócrita. En un país como España donde la violencia causa la muerte de una mujer cada semana, la consecución de la igualdad de género debe tener metas más apremiantes que la sucesión de la Corona". El riesgo al que alude Herrero de Miñón es el un referéndum para validar esa modificación que pueda acabar con un rechazo a la actual forma de Estado. Podemos, que intensifica sus críticas antimonárquicas al calor de las celebraciones constitucionales, dispone de los votos necesarios para forzar el paso por las urnas de la más mínima variación de la Carta Magna, que deberá someterse a consulta cuando así lo soliciten una décima parte de los miembros de cualquiera de las dos Cámaras. La reforma de Zapatero para dar cobertura constitucional al límite del déficit público se libró de ese paso al no alcanzar ninguna formación los votos necesarios para ello.

La apuesta de Podemos es clara. Cualquier revisión de la Carta Magna significa para el partido de Pablo Iglesias la oportunidad de acabar con lo que denomina "el régimen del 78", cuya piedra angular es la Constitución, por eso defiende la apertura de un proceso constituyente, del que saldría un nuevo texto como ruptura formal con la Transición.

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