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En memoria de José Antonio Fernández Prieto

Variaciones y evocaciones sobre un poema de Miguel Hernández

El autor de este artículo hace una semblanza de un relevante científico comprometido con su tierra y cuyos 45 años de amistad marcan para siempre una vida

José Antonio Fernández Prieto, en Somiedo, impartiendo recientemente una clase sobre orquídeas a un grupo de amigos. J. E. RAMOS LÓPEZ

Llegó con tres heridas: la de la muerte.

Querido José Antonio:

Hay veces que los teléfonos al sonar presagian malas noticias, ya lo habíamos hablado muchas veces. La noche del 7 de noviembre pasado, mientras estaba en mi tradicional tertulia de los jueves, vibró mi móvil y al ver en la pantalla que llamaba María, tu mujer, me dio un vuelco el corazón. "¿María, qué pasa?", fue mi respuesta; la de ella tampoco se hizo esperar, "Viti, se ha muerto José Antonio; se acaba de morir".

Desde ese momento todo fue un hablar sin parar, un ir y venir como un lobo acosado y herido de muerte. Quise huir pero afortunadamente mis amigos contertulios no me dejaron. Pensé en escapar corriendo a Somiedo, a la Vega de Penouta, en donde tantas noches hicimos vivac en aquellas largas jornadas de estudio de la vegetación del territorio somedano para tu Tesis Doctoral. Allí empezamos a conocernos y yo aprovechaba tu magisterio para aprender lo que en la Facultad no me habían enseñado.

Ese jueves fatídico fue el único día de la semana en que no hablamos; el día anterior, como siempre, nuestra conversación matinal giró en torno a tus últimos descubrimientos, a nuestros trabajos pendientes y a los efectos que la vacuna de la gripe te estaba produciendo.

Desde ese momento, muchos amigos comunes me vienen preguntando si no voy a escribir algo sobre ti, algo que me reconforte y les consuele también a ellos. No me cabe más dolor y cada vez que lo he intentado me he quedado en blanco, como la fría pantalla de mi ordenador. Ahora me propongo intentarlo de nuevo.

Con tres heridas viene: la del amor.

Querido maestro:

Un fallecimiento siempre deja como huérfanos supervivientes, a aquellos con quienes tanto se ha amado; hijos, nietos, cónyuges, hermanos, familiares, amigos, colegas, discípulos predilectos y un largo etc. En tu caso la nómina de afectados es muy numerosa y, créeme, los has merecido por tu bonhomía, por tu integridad personal y profesional, por tu compromiso con la tierra que te vio nacer y en la que creciste hasta alcanzar los más altos niveles en tu carrera académica e investigadora, que ha trascendido a cotas universales por tus aportaciones al conocimiento de la Humanidad, y ello pese a muchas zancadillas que tú y yo conocemos y de las que tanto nos hemos reído.

Los recuerdos se suceden sin parar: los nacimientos de Alfonso, Antón y María, tus hijos, el de Pablo, el mío; nuestras muchas excursiones somedanas subiendo cumbres y acampando en parajes maravillosos; aquel primer viaje a Madrid, en litera como correspondía a la época, para tu primera entrevista con Salvador Rivas Martínez, en su Departamento de la Facultad de Farmacia, en el que yo ya me movía con cierta agilidad desde unos años antes. Siempre recordaré la ilusión con la que saliste de allí, pues por fin se te abrían las puertas de la verdadera ciencia para finalizar la gran aportación que significaría tu Tesis, leída en 1981. Del magisterio de Salvador y de su amistad seguiste disfrutando hasta ahora; el otro día, en el tanatorio, era de los muchos de tus colegas que estaban emocionados; por supuesto hablamos de aquella primera reunión que mantuvisteis.

Meme, Álvaro, Eduardo, algunos de tus discípulos más próximos que han seguido tus admirables enseñanzas, forman parte de esa orla de científicos dispuestos a continuar tu obra, siempre inconclusa, porque tu cabeza iba más rápida que la producción final. Yo, por mi parte, intentaré rematar alguno de nuestros proyectos sobre temas históricos de la botánica astur.

Y qué puedo decir de la alegría que manifestaste el día en que celebrabas tu gran éxito académico, con un nutrido grupo de incondicionales, cuando nos anunciaste que -por fin- María y tú ibais a ser abuelos. ¡El amor de Marcos cambió ciertamente tus últimos meses entre nosotros!

Con tres heridas yo: la de la vida.

Querido profesor:

Casi 45 años de amistad marcan para siempre una vida, de ahí la desazón que siento. Te conocí como aquel estudiante que aún eras, barbudo, alto y algo pálido, que intervenía en público, con contundencia y fuerte voz, en los actos culturales y políticos semiclandestinos que se organizaban en la Facultad. Luego llegó mi hora de frecuentar el entonces departamento de Botánica y allí, en tu etapa de PNN, comenzamos a hablar y a discutir sobre temas relacionados con la ciencia amable de Rousseau. Un día me invitaste a unirme a un pequeño grupo que partía hacia Somiedo y ya nunca dejé de asistir a aquellas primeras exploraciones somedanas, a bordo de tu famoso SEAT 600.

Recuerdo como si fuera hoy alguno de nuestros viajes de trabajo, algunas vacaciones familiares compartidas y muchos cientos de paseos buscando tal o cual planta para aclarar su verdadera identidad. Algunos de los que fuimos a las islas Galápagos, tal vez te aburrimos con nuestra desaforada pasión ornitológica (estoy sonriendo al rememorarlo). El Pirineo Francés, las altas sierras Portuguesas, las islas Azores, el propio Somiedo, han sido lugares de vacaciones compartidas de los que salieron algunos trabajos que hemos firmado conjuntamente y ello gracias a tu generosidad dadas mis, proporcionalmente, escasas aportaciones.

Sabes, me llenó de orgullo cuando me comentaste que aquella extraña umbelífera que me habías enseñado en Somiedo, creo que en 1982, iba a llevar mi nombre, y todo ello gracias a que la biología molecular os había permitido a Eduardo Cires y a ti establecer que estabais ante un nuevo género y una nueva especie. ¡Mira que habíamos hecho decenas de excursiones buscando algo parecido!

Uno de estos días de atrás, un joven compañero de trabajo, me hablaba de ti, sin duda con cierta admiración, como el profesor severo, serio y riguroso que le habías parecido en la carrera. Yo le comenté que, en todos los órdenes de la vida, el rigor no te había faltado y la seriedad en el trabajo por supuesto que tampoco.

Siempre he dicho que a mí me parecía que tenías un carácter envidiable y siempre supe que podías andar con la cabeza muy alta pudiendo mirar a todo el mundo a la cara, porque nunca nadie logró doblegarte, ni nunca nadie te regaló nada. ¡Tú te hiciste a ti mismo!

Perdona mi impudicia al hacer públicos estos sentimientos, pero pienso que tú hubieras hecho lo mismo.

Uno de estos días de invierno regresaré a la Vega de Penouta, para volver a prospectar el cielo en busca de un nuevo astro, porque quien brilló tanto en esta tierra, sin duda tiene que destacar deslumbrante entre las galaxias.

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