Siempre sentí fascinación por las cuevas. Mi abuelo buscaba tesoros en tiempos de hambre, era uno de esos "ayalgueiros" asturianos que seguían las precisas indicaciones de las viejas gacetas de los moros que pasaban de mano en mano en tiempos de posguerra. Mi abuela me contaba las historias de aquellas aventuras a la lumbre de la vieja cocina de carbón que aún hoy encienden cuando llegan estos inviernos cada vez más cortos, y yo siempre soñaba con descubrir los tesoros que mi pobre abuelo jamás había conseguido localizar en el fondo de alguna sima oculta entre los zarzales.

Cuarenta años después de escuchar aquellas historias de boca de mi abuela, sentí la misma sensación mágica de la mano de Miguel Polledo, Santiago Calleja y María González-Pumariega, los tres especialistas encargados de mostrarnos las cinco cuevas asturianas que forman parte de ese selecto grupo de cavernas declaradas Patrimonio de la Humanidad por la importancia de sus pinturas paleolíticas. Durante las jornadas que pasamos mi compañero Eduardo García y un servidor profundizando en los misterios del arte rupestre asturiano, Miguel, Santiago y María fueron nuestros tutores, casi diría que nuestros guías espirituales en este camino iniciático que personalmente ha cambiado mi forma de ver el arte rupestre.

Porque hay algo de místico en el fondo de estas cuevas, algo que de alguna manera solo se puede explicar con la forma de pensar del hombre paleolítico, un hombre con un concepto de entender la vida, la naturaleza y la espiritualidad que dista más de 14.000 años de nuestro mundo hipertecnificado. Traspasar el umbral de todas estas cavernas es lo más parecido a un viaje en el tiempo que una persona puede hacer, porque, en realidad, estás pisando, respirando y viendo prácticamente lo mismo que aquellos hombres y mujeres vieron, respiraron y pisaron hace milenios. La diferencia es que ellos se alumbraban con un candil de hueso y tuétano y nosotros lo hacemos con una linterna led o con un teléfono móvil sin cobertura que ahí dentro solo sirve para lo que servía la rudimentaria lámpara paleolítica. Por mucho 5G que tengas, el móvil se reduce a una simple linterna.

Porque he de confesar que lo primero que pensé el día que iniciamos esta aventura en la cueva de Tito Bustillo es que me iba a quedar un buen rato sin cobertura, y que aquello, para un tipo del siglo XXI, no dejaba de ser una contrariedad. Qué inocencia la mía.

En el interior uno entiende que el tiempo es algo que se ha congelado, que es algo tan estático como las propias pinturas que te sorprenden en cada esquina. El eco de nuestros pasos sobre las enormes cavidades tiene algo de sobrecogedor. La humedad empaña las lentes de la cámara y te ves incapaz de condensar en una imagen las sensaciones que entran por los cincos sentidos y que intuyes que, de alguna manera, inspiraron a aquellos primeros artistas en los trazos inexplicables de muchas de sus pinturas. El frío se cuela por las costuras de la ropa y uno entiende las durísimas condiciones de vida a las que se veía sometida aquella gente en una época bastante más fría en el exterior de la cueva que la que vivimos en la actualidad, caldeados por un calentamiento global que nosotros mismos hemos provocado.

Y como uno más que fotógrafo se siente periodista, me di cuenta de que en este viaje en el tiempo encontraba la obra, pero no al autor. Y ese binomio persona-escena, tan importante en el fotoperiodismo, teníamos que inventárnoslo tirando un poco de imaginación.

No podía iluminar con flash por aquello de la protección de las pinturas, así que nos alumbramos continuamente con frontales de led, lo que hacía que las condiciones para hacer fotografía no fuesen las más apropiadas. Pero no hay mal que por bien no venga. Precisamente lo tenue de esa iluminación me aproximaba un poco a las sensaciones visuales que podrían tener nuestros antepasados paleolíticos. Solo me faltaba el parpadeo y la calidez que proporciona una lámpara de grasa o aceite, pero la idea de trabajar con esa iluminación tan tenue me gustaba por el hecho de aproximarme al máximo a las condiciones en las que aquellos artistas primitivos desarrollaban su actividad artística. Incorporé las siluetas y utilicé la presencia de mis compañeros de aventura para dar escala a toda aquella maravilla que nos rodeaba en la penumbra y así aportar el elemento humano tan necesario para entender que sin el hombre no hubiese sido posible la obra.

Hoy puedo decir que ha sido una de las experiencias profesionales más bonitas que he realizado en mis casi 30 años como fotógrafo de prensa. Conocer y entender Llonín, El Pindal o Tito Bustillo con Eduardo, María, Santi y Miguel ha sido un regalo en toda regla, pero Candamo y La Covaciella han tenido una gran carga emocional a nivel personal.

Por un lado La Covaciella, una joya descubierta por casualidad con un conjunto de bisontes tan perfecto en sus trazos y frescura que parecen haber sido pintados de ayer mismo. Descender por el pozo abierto tras una voladura durante las obras de la carretera en la década de los 90 y llenarse de barro mientras subes ayudado por una cuerda hacia la pequeña oquedad donde te espera aquella maravilla, fue para mi culminar algo similar al viejo sueño que mi abuelo nunca pudo alcanzar en su búsqueda como "ayalgueiro": la verdadera sensación de encontrar un tesoro al final de la gruta.

Y por otro lado Candamo, por el inevitable vínculo emocional que supone el hecho de que mi padre hubiese nacido a menos de tres kilómetros de la entrada a la gruta y que fue precisamente él quien me enseñó por primera vez el hermoso caballo -hay quien dice que es yegua- del Camarín cuando yo tenía 7 u 8 años. No pude más que emocionarme cuando, más de cuatro décadas después, subí con Miguel Polledo por la colada de estalactitas hasta la misma pared donde el icono de Candamo sigue presidiendo el precioso anfiteatro de la gruta de la que mi viejo tanto presumía como candamín.

Me siento enormemente afortunado de haber formado parte de este equipo que LA NUEVA ESPAÑA organizó con el fin de acercar a todos los asturianos estas cinco joyas del arte rupestre y que se condensa en estos libros diseñados por Jorge Martínez, verdaderos mapas de un tesoro que debemos compartir y conservar entre todos.