Las luces de la novena planta del HUCA marcaban el ritmo de la pandemia a la congregación de las Carmelitas Descalzas. “Leímos en la prensa que se se había reservado esa planta para los enfermos covid y a medida que avanzaban los días veíamos como se llenaba cada vez más y pensábamos mucho en las familias. Nosotras tuvimos ingresada a una hermana, que falleció en el mes de enero por otras causas, y vivimos la dureza del aislamiento que suponía la restricción de las visitas”.

La vista desde este convento, situado en la falda del Naranco, en Oviedo, es privilegiada. Pero el 15 de marzo el latido de la ciudad dejó de sonar. “Por semana el ruido de los atascos llega hasta las ventanas de las habitaciones, pero de repente dejamos de ver coches en la autopista y todo quedó en silencio”.

María Teresa Montoto lleva tres décadas viviendo en clausura y desde hace un año y medio es la priora de la congregación. “Cuando vi la rueda de prensa de Pedro Sánchez pensé en una película de ciencia ficción”, recuerda. La fuente principal de ingresos de las 18 religiosas de la comunidad son los productos de repostería artesanal que elaboran en el obrador. “A nosotras no poder salir no nos afectaba en la vida diaria, pero sí tuvimos que hacer certificados para la persona que nos ayuda en el reparto a las tiendas y para la trabajadora que cuida de las hermanas mayores”.

El coronavirus no atravesó las paredes del convento, pero eso no evitó que hubiera preocupación y miedo. “Encontramos de casualidad una caja de mascarillas, pero cada vez que la priora volvía de la compra, una vez a la semana, solo nos faltaba fumigarla”, explica la hermana Marifé. Su padre se contagió en una residencia de mayores de Madrid . “Sobrevivió al covid, pero le han quedado muchas secuelas. Mi madre falleció en octubre y fue la última vez que pude viajar. El tanatorio y el funeral fueron momentos muy duros”, recuerda. “El virus nos ha enseñado a ser más humildes, queríamos ser dioses y no lo somos”.

María Teresa Montoto, priora del convento, y la hermana Marifé, junto al torno en el que venden sus productos de repostería. | Irma Collín

Entre las Carmelitas solo hay una asturiana, el resto proceden, en su mayoría, de Castilla-León y llevan un año sin ver a sus familias. “Antes venían en vacaciones y se quedaban en nuestra hospedería, pero ahora solo nos comunicamos con ellos por teléfono. Es muy duro”, lamentan. Las vacunas son el hilo de esperanza para que todo vuelva a la normalidad.

“Las seis religiosas mayores ya han recibido la primera dosis y estamos esperando la segunda”, explica la priora. “Con cada noticia hemos sentido mucho dolor, porque sentíamos a todas las familias como si fueran nuestras”, recalca la hermana María del Carmen, que con 58 años de vida contemplativa es una de las más veteranas del convento.

En estos doce meses la actividad no ha parado en el obrador del convento. “Las ventas en el torno se pararon durante los tres meses del confinamiento y aumentaron los pedidos de las tiendas. Con la desescalada los clientes empezaron a volver y tuvimos que comprar un datáfono para poder pagar con tarjeta”, detalla la priora.

Cada tarde a las ocho las integrantes de la congregación no faltaban a la cita con el aplauso sanitario. “Era el mejor momento del día porque nos servía para desconectar de las noticias”, recuerdan. Desde su balcón en el pulmón verde de Oviedo hacían sonar los aplausos y las campanas del convento, “cuando nos cansaban las palmas”, para sorpresa de sus vecinos. “Hasta aquí subía todo el ruido de la ciudad: la música de La Corredoria, las bocinas de la policía y el sonido de las ambulancias. Lo echamos de menos”, confiesan.

Con la nueva normalidad, la vida en el convento ha recuperado el ritmo. “A nuestra vida no la llamamos confinamiento, de hecho somos unas afortunadas, porque nuestra casa es amplia y tenemos una huerta para salir a pasear”.

En sus oraciones diarias tienen a los sanitarios que plantaron cara al virus. “Su entrega es admirable”, asevera la hermana María.