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El lamento de asturianos con discapacidad psíquica: “Nos sentimos como en la cárcel”

Dos personas que viven en residencias especiales relatan su experiencia con las restricciones de la pandemia: “Somos personas, no muebles”

Alberto Busto, durante una conversación con S. A., que explica cómo se vivió el confinamiento en las residencias para discapacitados intelectuales. | Juan Plaza

Está siendo un año “muy difícil”, y lo están pasando “muy mal”. Las personas con discapacidad intelectual que viven en residencias se sienten “olvidadas” y “encerradas como en una cárcel”. Han pasado meses recluidas en los centros, en algunos casos incluso semanas sin salir de su habitación. Meses sin recibir visitas y muchos sin tener contacto siquiera con sus familiares. Tienen claras sus reivindicaciones si se vuelve a producir un nuevo confinamiento: quieren wifi “para conectarnos por internet”, que puedan acudir voluntarios para realizar actividades y estar “bien informados de lo que ocurre y qué se puede hacer”.

“Solo queremos que se nos trate como a personas, y no como a muebles”, afirman S. A. y A. J., –prefieren no dar sus nombres–, muy reivindicativos porque aseguran que ellos y el resto de personas que viven en residencias tienen derechos. Por ello, exigen respeto y atención.

Aseguran que la convivencia ha sido muy complicada durante este último año porque “no todos tenemos la misma situación”. Los dos son autónomos, pese a que tengan una discapacidad intelectual reconocida superior al 60 por ciento.

El último estado de alarma del pasado mes de octubre, aún vigente, supuso un confinamiento de unos cinco meses en las residencias, con escasas y limitadas salidas que S. A. resume de forma gráfica: “La vuelta del perro, y ya pa dentro”. Y si algunas situaciones personales son ya de por sí complicadas, el encierro aún las empeoró.

“Lo más que podíamos hacer era pintar con colores en el comedor. Y si no, pues en el sofá y viendo la tele. Muchos se quedaban horas ahí, abotargados. No se puede estar así. Algunos se ponían a veces muy nerviosos y empezaban a dar gritos y a chillar, otro pegándose cabezazos contra una pared... Mal, muy mal”, relatan, de manera alternativa, S. A. y A. J. Los dos coinciden en ensalzar el trabajo de los profesionales que les cuidan. “Pero es que son muy pocos. Hacen falta más porque no les da tiempo a todo y a veces hacen cosas que no son su obligación”, aseguran rotundos.

Ambos cuentan con la ayuda y atención de la asociación Davida Asturias, que preside Alberto Busto y que colabora con Plena Inclusión en el Principado. “Davida pretende ser la voz de quienes no la tienen, y sabemos que podemos resultar molestos para las instituciones e incluso para algunos familiares, aunque no es nuestra intención”, asegura Busto. “Pero estamos en el trato próximo a estas personas para apoyarlas, acompañarlas y ayudarlas, y lo que relatan estas personas es extrapolable a todos los centros”, explica Busto.

El confinamiento “ha sido muy duro para ellos, porque se han sentido abandonados. Por eso apoyamos sus peticiones para que no sufran la brecha digital y puedan comunicarse con el mundo, y que se trabaje en una estructura de voluntariado que permita que se pueda acceder a estas residencias e impartir cursos, poner en marcha actividades, terapias... Son personas que necesitan ayuda y apoyo”, reivindicó el presidente de la asociación Davida en Asturias.

Tanto S. A. como A. J. tienen su propia casa, heredada de sus padres. Pero hace más de una década que cada uno, por sus circunstancias personales, ingresaron en una residencia. Y ambos quieren volver a su hogar, solos o “compartiendo piso”, pero se ven capacitados “para estar en casa con un poco de ayuda, con apoyo”.

Precisamente uno de los proyectos de Plena Inclusión que también apoya Davida es el de avanzar hacia programas de independencia vital con apoyo. “Es evidente que el modelo residencial actual es un error. Hay personas que pueden vivir de manera autónoma con apoyo, y hay que dar pasos en esa dirección”, afirma Busto. “Igual me despisto un poco y alguien me tiene que decir: ‘¿No ves esa mancha?’ Y me cambio”, asegura S. A., que antes de ingresar en la residencia vivía con su madre enferma y la cuidaba hasta que un día, al volver del trabajo, se encontró con que había fallecido. “Yo quiero vivir en mi casa, puedo hacerlo, aunque necesite algo de apoyo”, dice seguro de sí mismo.

En situación idéntica está A. J. “Yo tengo mi piso y quiero estar en casa. Me metieron en la residencia, pero tengo mi casa y quiero vivir allí. Lo que no me gusta es cocinar, eso no. Pero puedo salir a comer, igual que salgo a comer un pincho, ¿o no?”, pregunta buscando aprobación.

El grado de apertura de las residencias para personas con discapacidad es el mismo que en las residencias geriátricas: depende de la situación epidemiológica del centro y del municipio en el que se ubique. “Un día estábamos hablando unos cuantos de que no teníamos información de nada, y protesté. Ahora tenemos un cartel que nos pone que estamos en la fase B.1, y lo que podemos hacer y lo que no. Ahora podemos salir solos, por la mañana, pero por la tarde ya no”, aseguran S. A. y A. J. para demostrar que “entendemos las cosas cuando se nos explican, pero que no se nos impongan. Somos personas, no muebles que están ahí y ya está”, reivindican.

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