“Los castros del mar”, tercer título de la colección “La Cultura Castreña Asturiana” es un impresionante homenaje a los paisajes cantábricos a través de los poblados de la Edad del Hierro que se fueron asentando en el litoral de Asturias, bien en la misma línea de costa colonizando cabos, o bien en las proximidades marítimas y en las rasas litorales. El libro incide en uno de los aspectos menos conocidos de esos siglos que van desde el 800 a. C., fecha convencional del fin de la Edad del Bronce, hasta los tiempos de la conquista y romanización, en el umbral mismo de nuestra era. Es el mundo de la navegación y la pesca. Sabemos que en los mares del llamado Arco Atlántico había navegación de cabotaje, comercio marítimo a gran escala, actividades pesqueras al menos cercanas al litoral y, en definitiva, para surcar el océano con embarcaciones que incluso hoy nos sorprenden por sus estructuras y por sus cualidades.

En Asturias no se han encontrado restos de navíos, pero sí en otras latitudes como las islas británicas, que formaban parte del mismo escenario cultural y tecnológico que la costa cantábrica, aún muy imprecisa en los mapas de la época que en el siglo II a. C. reproducían con inusitada precisión los contornos mediterráneos.

Pero por los mares atlánticos navegaron griegos, púnicos, fenicios y, por supuesto, romanos, y en las ensenadas y rías de Asturias habrían atracado embarcaciones dedicadas al comercio a grandes distancias. Un mundo mucho más interconectado de lo que podríamos pensar.

“Los castros del mar” recorre los poblados castreños costeros del occidente y del centro de la región (los del centro-oriental y oriente asturiano se abordan en el sexto libro de la colección), desde O Corno, en Castropol, hasta El Molín del Puertu, en Gozón, ya con el Cabo Peñas en el horizonte.

Y como todo viaje tiene un punto de partida, “Los castros del mar” lo inician en el castro de Cabo Blanco, concejo de El Franco, desde donde Asturias regala uno de los paisajes más conmovedores de la región (y quienes la conocen saben que el listón está alto). La visita a Cabo Blanco, que tiene sus cabañas castreñas tapadas para preservarlas, se hace imprescindible porque allí se sitúa una de las estructuras defensivas más asombrosas de toda la cultura castreña europea: el foso defensivo, que en algunos puntos ronda los diez metros de altura y que hacía del poblado un recinto casi imposible de asaltar.

Pasear por el foso escuchando los sonidos de las mareas es uno de esos lujos que resultarían imposibles de conseguir en cualquier otro recinto castreño. Pero Cabo Blanco se une, a lo largo del relato del libro, con El Esteiro y los otros diez castros del concejo de Tapia de Casariego, y con los escenarios de minas costeras como Salave y Andia, donde la geología y el trabajo del hombre han conformado unos paisajes que parecen sacados de un cuento.

El libro incluye un curioso juego: ¿Hubiera sido posible en el siglo I a. C. recorrer a pie toda la costa asturiana, de Occidente a Oriente, pernoctando cada día en un castro distinto? La respuesta es que sí. Y aun aceptando que no todos los poblados costeros estuvieron vigentes en el mismo tramo cronológico, “Los castros del mar” demuestra que el paisaje castreño permitía esa sucesión ininterrumpida de poblados –quizá con alguna laguna en el Oriente– que en algunos casos incluía la visión directa entre castros.

El volumen 3 de la colección explica las hipótesis sobre la lengua de las sociedades castreñas y desmonta tópicos como el de los castreños irreductibles, cualidad que tiene mucho de leyenda pero que la realidad de las armas romanas obliga necesariamente a mantener en cuarentena.

En resumen, 72 páginas con profusión de fotografías a cielo y mar abierto, ilustraciones y mapas de localización y un texto que, como sucedió con los dos primeros números de la colección, anima a apreciar uno de los grandes patrimonios históricos del Principado.