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Tamara y Daría, refugiadas de Siria y Ucrania, unidas en Asturias: “No tengo más que palabras de agradecimiento"

La diligente acogida al éxodo ucraniano contrasta con las dificultades que los ciudadanos de otros países en guerra, como Siria, tienen para rehacer sus vidas dentro de la UE

De izquierda a derecha, Tamara Albotros y Daría Paulovska. | Miki López MIKI LOPEZ

Europa ha respondido con diligencia al éxodo ucraniano, con permisos inmediatos de residencia y de trabajo para los refugiados, decenas de millones de euros en ayuda humanitaria y un inusitado despliegue de solidaridad ciudadana. Esta es la primera vez que se activa la directiva europea de protección temporal, que data de 2021 y está pensada para desplazamientos masivos de personas que huyen de sus países para salvar la vida. No tuvieron la misma suerte los cerca de siete millones de sirios que salieron huyendo de la guerra. Las comparaciones son odiosas y está por ver si la acogida al éxodo ucraniano supondrá un punto de inflexión en la política europea de acogida a los refugiados.

Tamara Albotros (Damasco, 1998) es una de esas ciudadanas sirias que un día, después de mucho pensarlo, decidió que había llegado la hora de salir de su país. Llegó a Alemania, en avión, y le costó acostumbrarse a un cielo despejado como nunca lo había visto antes. En el de su Damasco natal siempre se cernía una amenaza y aquel tan diferente y vacío le producía malestar extraño. Tamara creció en medio de la guerra como los peces lo hacen en el agua. “Creía que la vida era así”, reconoce. No había reparado en que Basher Al Assad, el presidente sirio, era un dictador. De hecho, hasta que llegó a Europa no entendió del todo el significado de esa palabra. Salió de Damasco cuando empezaron los bombardeos en las proximidades de la Universidad de Damasco, donde estudiaba Bellas Artes. En enero de 2017 se subió a un avión, con sus cuadros y sus colores en la maleta, y al entrar en Alemania pidió asilo. “Lo que vino después fue peor que la guerra”, cuenta. Tamara huía de la violencia y la represión en su país y también de una sociedad y una mentalidad en las que no encajaba. Pensó que en Europa encontraría su lugar en el mundo, pero no fue así. En Alemania vivió en la calle, luego en un campo de refugiados. Dando bandazos acabó en Asturias. En Gijón tuvo la que Tamara recuerda como “la experiencia más traumática” de sus cinco años en Europa. “Sin hablar español ni tener traductor, me hicieron firmar un papel. Yo no sabía que lo que estaba firmando, que era mi ingreso voluntario en un centro de salud mental. Me mintieron, me maltrataron y me trataron de forma denigrante, humillante y paternalista”, se enoja Tamara.

Daría Paulovska (Kiev, 2002) nunca había pensado en escapar de su país. Salió de Ucrania sin saber que en unas semanas ella y su madre, que la acompañaba en un viaje a España, se convertirían en refugiadas de guerra. Antes de que el ejército ruso entrara en el Donbás, Daría y su madre llegaron a Gijón, donde reside su hermana Anastasia. Daria venía a ver qué posibilidades había de continuar sus estudios en España el curso que viene. Estando aquí los acontecimientos se precipitaron. “Mi madre tenía un presentimiento y quince días antes de la invasión llamó a mi padre y le dijo: ‘Tienes que salir, tienes que escapar por el oeste’. No la escuchó y salió en el último momento”, cuenta Daría, y relata el atropellado viaje de su padre y sus hermanos pequeños, de 15, 13 y 10 años. Salieron de Kiev con las mochilas del colegio. Con los nervios, a su padre solo se le ocurrió meter una toalla en cada una de ellas y ese fue todo el equipaje con el que atravesaron Europa. En Kiev tuvieron que hacer largas colas para llenar el depósito del utilitario familiar y avanzaron por las carreteras a trompicones, en una caravana ininterrumpida. Tardaron ocho horas en cubrir el trayecto entre Kiev y Zhitomyr, lo que en otras circunstancias no hubiera llevado ni hora y media. Compartieron alojamiento, repartidos en dos casas, con otras cuarenta personas. La salida del hermano mayor de Daria se frustró en el último momento, al quedar movilizados los varones de entre 18 y 60 años. Otras dos de sus hermanas mayores decidieron permanecer en el país. “Creo que si hubiera estado allí yo también me hubiera quedado”, admite Daría.

Durante su éxodo en Europa, Tamara Albatros ha tenido que lidiar doblemente con los prejuicios. En Damasco se movía en un ambiente creativo y desinhibido, “underground”; el del campo de refugiados era muy distinto. “Llevo tatuajes y piercings, así que para muchos era una puta”, cuenta. En los europeos percibe el recelo por su origen árabe.

En España se ha sentido desamparada. Llegó sin hablar ni una palabra de español, sin acompañamiento de un traductor acababa firmando todo lo que le ponían por delante. “Tenía ataques de ansiedad, me parece que es lo más normal en mi situación, y me impusieron un tratamiento durísimo. Estaba atrapada y no entendía nada”, relata. Tamara cuenta que se tropezó con personas con una escasa comprensión y una nula sensibilidad hacia su situación.

A Daría le quedan en Ucrania muchos amigos, casi todos. Está en contacto con ellos continuamente, a través del WhatsApp de su teléfono móvil. No lo pierde de vista ni un instante. Ninguno de sus amigos ni de sus familiares están en la lucha armada, trabajan en tareas humanitarias. También lo está haciendo ella aquí, en la recepción de ciudadanos ucranianos y el reparto de ayuda. Daría se siente arropada por su familia y por los españoles, el estilo de vida en Asturias, adonde había venido a pasar un par de veranos de niña, es similar a la de Ucrania y está animada con su futuro. “No tengo más que palabras de agradecimiento para España”, afirma. Algún día volverá a Kiev, está convencida.

Tamara no quiere ni oír hablar de regresar a Damasco. Ama su ciudad, la capital más antigua del mundo, y su país, para ella el más bello. Se está preparando para acceder a la formación superior en España; los títulos que traía de Siria no tienen validez aquí. Quiere matricularse en la Escuela de Arte de Oviedo y su nombre ya suena en los círculos artísticos regionales.

Tamara es consciente de que los occidentales la ven como alguien diferente a ellos, la extranjera que viene de lado que prefieren no ver. “Creo que yo no voy a poder tener nunca una vida fácil”, se sincera. Entiende la reacción de solidaridad ante la oleada de refugiados ucranianos: “Es porque se siente como algo cercano, algo que puede llegar aquí; Siria es el tercer mundo, no se identifican con lo que lo que pasa allí”. Daría, en Ucrania, no estaba al corriente de la crisis de refugiados y migratoria en el sur de Europa.

Daria y Tamara empezaron a contar sus historias, tan distintas, sin conocerse. En el transcurso de la conversación fue estableciéndose entre ellas cierta corriente de simpatía. Comparten la aversión por el presidente ruso -Tamara le responsabiliza de mucho de lo ocurrido en Siria-; las dos están de acuerdo en que los gobiernos de Estados Unidos, Rusia e Israel forman un triángulo perverso; las dos sienten rabia, se enfadan y se culpabilizan por los que han dejado atrás, en sus países y se plantean a menudo con qué derecho disfrutan de la luz del sol mientras sus amigos están en peligro. A las dos se les humedecen los ojos en algún instante de la charla y a la dos se les nota el esfuerzo por contenerlas y mantener la compostura. Y cuando a una, a pesar de todo, se le escapan, la otra intenta sostenerla con un gesto de complicidad.

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