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El "placer" de la vendimia en Ibias

Crónica de una jornada en las pendientes viñas del Suroccidente: una viticultura heroica solo apta para los lugareños

Vendimia en Cecos (Ibias). | C. F.

Las labores del campo son, para el habitante de la ciudad, experiencias gozosas: lo descubrí días atrás en Ibias. Me levanté a las 4.30 horas en San Martín de Oscos, donde disfrutaba de días de asueto. Bien desayunado, animoso y pertrechado con magnificas botas de monte tiré para San Antolín. La carretera –unos 60 kilómetros– es en su mayor parte muy mala, sin pintar y estrecha, con fuerte pendiente por un lado y piso irregular, lo que exige prudencia. Apenas tiene tráfico; en todo el trayecto me encontré con un corzo y una curuxa de ojos espantados que sesteaba en medio del camino.

Antes del Alto del Acebo (el gallego; a escasa distancia Asturias tiene otro; el único puerto con dos altos, cada comunidad el suyo, faltaría más; otra ocasión más de perplejidad ante los nacionalismos) esperaba la niebla, densa como puré. Llegué noqueado a San Antolín. No había ningún lugar donde tomar un café. Me invitaron a uno en la bodega, moderna y guapa, en Cecos. Allí me entregaron el equipo: tijeras especiales de vendimia y guantes. Tras media hora subiendo por un camino de cabras en un Land Rover renqueante llegamos a la primera viña.

Un pedrero de pendiente salvaje, en realidad la escombrera de una antiquísima mina de oro romana. En la parte baja estaban las cajas vacías. Se cogía una y cepa a cepa se iba llenando con los racimos. Había un pequeño problema: se depositaba la caja en el suelo y, debido a la pendiente, se deslizaba cuesta abajo. Era preciso sujetarla con el pie. Pero el piso era de lajas sueltas; había que horadar con la bota para encontrar acomodo a ambas piernas.

Así, de una cepa a otra, a otra, a otra, pequeñucas, malas, con dos o tres racimos la que más. Pero eso sí, de uva excelente. Subiendo, siempre subiendo, por no decir trepando. Pronto se descubrió un inconveniente no previsto: una vez llena la caja había que bajar con ella por aquel pedrero terrible. Si subir era malo, descender con los brazos ocupados por la caja llena, pisando las lajas deslizantes era suicida.

A las diez apareció el sol de Ibias, que es famoso por su potencia, friendo por arriba, y una vez calentadas las piedras del suelo, cociendo por abajo. Fue cuando llegaron los tábanos. Sobre las doce apareció otra especie terrorífica: las abejas. Cada caja con racimos se volvió una colmena. Imposible salir indemne. El dolor de piernas y lumbar ya era potente. Y la sed. Las uvas no refrescaban; volvían la boca dulzona, y las manos pegajosas. El borde de las excelentes botas de montaña trituraba los tobillos.

Un tiro de escopeta estalló de pronto a mi lado, cayéndome la caja. No había reparado en un dispositivo enmascarado entre las cepas que mediante falsos disparos mantiene al oso alejado. Recogí los racimos vertidos. Observé a los vendimiadores lugareños. Se les veía bien, frescos, animosos, casi diría que descansados. No tenía otra alternativa que disimular y seguir con el martirio. Así hasta cerca de las tres, que fue cuando se acabó de vendimiar aquel viñedo.

Vuelta a bajar al valle por una pista que ya quisiera Bond, James Bond, en el Land Rover en el que se pudo sentar, por fin, mi cuerpo sudado y dolorido. La comida, muy grata, en una extraordinaria casa-palacio con un hermoso viñedo a sus pies. La Casa de los Ron, los históricos dueños del territorio desde el medievo borrados por el tiempo. Una familia entusiasta y respetuosa con la historia son hoy sus propietarios y han logrado recuperarla de la ruina, imagino que con gran esfuerzo. El goce de la comida fue corto. Nada más acabar, a otra finca. Yo ya caminaba con dificultad y tendía a estar encorvado, pero el honor del ciudadano ante el hombre rural debe de ser siempre salvaguardado. Creo que logré enmascarar mi estado.

Cajas con uvas recién vendimiadas en Cecos. | C. F.

En la otra finca las cepas estaban muy cargadas; en nada se llenaba una caja, que había que acercar a un tractor que estaba en la parte baja de viñedo, coger allí una caja vacía, y vuelta a subir, momento que, aunque parezca imposible, servía para descansar. Y a por más racimos, y vuelta a bajar, y vuelta a subir. Llega un momento en el que las piernas no obedecen al cerebro, y cada paso es un sacrificio y da pánico bajar de nuevo con la caja llena. Se paró un momento sobre las siete porque llegaron con unas cervezas. La mía la bebí de un trago. Fueron tres minutos de parada, no más. Pero cuando intenté ponerme en marcha no sabía que había que hacer para dar un paso.

La explicación es muy simple: las fuerzas te han abandonado. Fue cuando se me ocurrió una idea: comenté que tenía que marchar porque no quería que me pillase la noche por aquellas carreterucas. Me di cuenta de que no podía caminar. Tenía el cuerpo en forma de «C», y del ombligo para abajo todo era autónomo. Pero uno sabe disimular, todos tenemos unas briznas de actor, y el objetivo era demostrar normalidad. Me metí en el coche como pude.

El dolor en la ingle era brutal al embragar. Logré enfocar hacia Oscos; llegué a meter la cuarta velocidad. Recorrí 60 km así. Con el cuerpo invalidado y la cabeza aletargada. Paré a mitad del camino, en el pueblo de Barbeitos, en un restaurante en el que me conocen, porque la sed me mataba. El aparcamiento estaba frente al local, al otro lado del camino. El cuerpo había enfriado y se negaba a bajar del coche. Lo logré; después tuve que cruzar. Caminé como pude hasta la barra. Pedí dos cañas, bebí una tras otra. El dueño, alarmado, me preguntó que me pasaba. Le conté. Se rio lo que quiso. «Mañana no te podrás mover. Me pasó a mí, que quise hacerme el agricultor ayudando a cerrar con postes de madera una finca», me dijo. No me cobró, imagino que por lástima.

Tiré para San Martín. Me costó un triunfo guardar el coche en el garaje y salir de él porque la puerta no abre del todo pues da con la pared. En esa situación las botas se vuelven gigantescas y no hay forma de librar la puerta. Fui a la ducha. No podía descalzarme, y mucho menos quitar el pantalón, las perneras no querían soltarme. Vi que no podía levantar las piernas para meterme en la bañera. Pero el empecinamiento lleva a la victoria. El agua que corría por la bañera era de color gris, gris pizarra. Cené una botella de sidra bebida con la ansiedad de un extraviado en el desierto que da con un llagar, con unas tostadas a la deliciosa manera andaluza, con aceite y tomate.

Me dolía la mandíbula al masticar. Entré en la cama como pude. Cuando sucede algo así es imposible cambiar de postura, tengas la que tengas. Me dormí. Desperté a las seis. Tampoco podía moverme, pero estaba mejor, si me mantenía quieto el malestar era leve. Volví a dormirme. Desperté a las diez y media. El hostelero se había equivocado; necesite tres días para resolver el problema de levantarme de las sillas y del navajazo en los riñones.

Pero estaba contento conmigo mismo; había descubierto en qué consistía la llamada viticultura heroica, y ahora ya sabía que una copa de aquellos vinos es algo muy grande. Además, me había portado; supe actuar con pericia, disimulando el derrumbe; el «Homo urbanus» había quedado bien, en su puesto, ante los lugareños. Sonó mi móvil al poco de levantarme. Eran los de la bodega preguntándome que tal estaba. Temían que me hubiesen llevado al hospital. La llamada fue un golpe duro.

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