Opinión
El análisis del rector Juan Vázquez sobre las matrículas universitarias gratuitas: "Lo barato sale caro"
Las cuatro razones por las que las gangas educativas pueden ser contraproducentes

Estudiantes durante un examen de la PAU, en una de las aulas de la facultad de Economía de la Universidad de Oviedo. / David Cabo
Hay medidas que parecen tomarse sin saber bien cómo ni para qué. Sin definir condiciones, sopesar efectos, ni estimar siquiera lo que pueden costar. El caso es anunciar cosas y luego ya se verá. Tengo esa sensación con la medida de gratuidad de las matrículas universitarias, en la que si ha faltado precisión han sobrado, en cambio, los excesos.
¿Es que vamos a retener talento a noventa euros al mes y concedidos a todos por igual? ¿Qué es eso de que los ricos no van a la universidad pública que, si no fuese falso, vendría a constatar la triste irresponsabilidad de haber permitido una universidad solo para pobres? ¿Qué extravagancia es esa de hacer másteres para la clase trabajadora, como si fuesen clase ociosa los que los están cursando en la actualidad? ¿Cómo responder, ante cualquier supuesto atisbo privatizador, con eso tan tosco de "poner pie en pared" cuando es cabeza lo que hay que poner en la universidad?
En fin, me parece que lo mejor será argumentar serenamente sobre una medida que puede concitar momentáneos aplausos, pero temo que tenga el efecto de lo que ocurre con las gangas: que lo barato acabe resultando caro, tanto económica como académicamente. Trataré de esgrimir algunas razones por las que puede ser así.
La primera cuestiona su propia necesidad.
Está por ver el efecto real de la medida y si contribuye a que un número significativo de quiénes realmente lo necesiten puedan incorporarse a la educación superior. ¿Pero con los precios actuales de las enseñanzas tenemos verdaderamente un problema grave y generalizado de acceso a la universidad? Personalmente pienso que no y que la dificultad no está en los 90 euros de matrícula al mes (menos seguramente del gasto en telefonía móvil) sino en los 600 mensuales, por ejemplo, que puede suponer un alquiler. Así lo creía también dos tercios de la población en la encuesta realizada hace unos años por la Fundación Europea Sociedad y Educación.
La igualdad de oportunidades lo que requiere es abordar las diversas fuentes de desigualdad y ofrecer medidas capaces de reducir otros costes como los relacionados con la vivienda, la movilidad o el coste de oportunidad de realizar los estudios que, por cierto, afectan en mayor medida a las rentas bajas y a quiénes proceden del medio rural. Por eso creo que habría sido mejor contemplar medidas alternativas más eficaces y destinar esos fondos a vivienda, residencias estudiantiles o ayudas al alquiler, por ejemplo, porque lo que no se puede pedir es uno y otro a la vez.
La segunda razón plantea un argumento de tanto peso como su falta de equidad.
Hubo un tiempo, antes de extenderse esta extraña mezcla de tendencias igualitaristas y diferenciaciones identitarias, en que se distinguía claramente entre equidad e igualdad. La equidad, en contraposición a la igualdad, consiste precisamente en tratar de modo distinto lo que es diferente. En el mundo de la educación, las becas son la mejor manera de conseguir ese objetivo, porque se dan a quienes las necesitan y no a todos sin discriminar su situación. Por el contrario, las matrículas gratuitas generalizadas, al tratar a todos por igual, acaban por ser todo lo contrario y generar inequidad. Por eso me parecería mucho más adecuado, eficaz y equitativo destinar a becas (de renta o de excelencia, con requisitos académicos) los fondos que se puede malgastar en gratuidad de matrícula incluso para quiénes no la van a necesitar. Puede argüirse, con razón, que la progresividad ya está en el sistema fiscal, pero (salvo que se anuncien nuevas subidas de impuestos) no parece muy progresista defender que los segmentos de mayor renta dejen de pagar y, en el extremo, el argumento conduciría a la exención de todo tipo de tasas de la administración. Habría otra fuente de inequidad asociada a la apropiación privada de los beneficios de la educación, pero no es posible desarrollarla aquí.
La tercera razón alude al coste de la medida.
No se sabe todavía cómo se aplicará, pero ya han surgido discrepancias notables sobre lo que puede costar. Y eso que seguramente no se está computando todo lo que habría que considerar. Porque si la medida fuese eficaz y aumentase la demanda al bajar el precio (de lo contrario sería inútil y puramente simbólica) se abriría un doble escenario. O bien serían necesarios adicionales recursos (destinados, por ejemplo, al desglose de grupos o contratación de nuevos profesores) para el aumento de costes económicos, no sé si previstos, que comporta un mayor número de alumnos. O bien se incurriría en el coste académico de un deterioro de la calidad, reforzado por la potencial incorporación de estudiantes con escasa motivación (razón fundamental para el establecimiento de "numerus clausus"). Y entonces sí, habríamos caído en lo que habría que evitar: la inaceptable brecha entre una universidad privada para quienes la puedan pagar y una universidad pública gratuita pero de baja calidad
Y la cuarta razón remite al coste de oportunidad.
Es un concepto económico que por aquí se suele frecuentemente desdeñar. Los recursos no son infinitos sino escasos y susceptibles de usos alternativos entre los que debemos optar, porque lo que destinamos a una no podremos destinarlo a otra finalidad. Es decir, lo que gastemos en matrículas gratuitas no podrá dedicarse, por ejemplo, a investigación o mejora de la calidad, a incorporación de profesores jóvenes, digitalización o tantas fundadas necesidades de la universidad, incluida la opción de considerar un posible aumento del número de plazas en titulaciones de elevada demanda, si es que recelamos de que sean universidades privadas las que las vengan a cubrir.
El caso de las matrículas me resulta expresivo, además, de peligrosas tendencias que parecen ir instalándose en el discurso político y social de la región. La del mensaje de una progresiva extensión de la gratuidad, tras el que en ocasiones se parapetan derroches, ineficiencias y posiciones en que, por poner un ejemplo, lo único que importa es la gratuidad del viaje (incluso innecesario) pero no las condiciones y mejora del servicio de transporte. La de una defensa de lo público que solo se concibe desde una irracional aversión a todo lo privado. La de propuestas sin más fundamento que buscar el aplauso fácil, que me hacen añorar la política "gris" de gente brillante, como he oído decir a una amiga. La de medidas bienintencionadas que acaban por conducir a lo contrario de lo que pretenden (el deterioro de Correos por no subir el precio de los sellos impulsó, hace años, el crecimiento de mensajerías privadas) y me hacen pensar que, a veces, la mejor defensa de lo público consiste precisamente en defenderlo de quiénes aparentemente lo dicen defender
Por eso creo que necesitamos más reflexión y argumentación. No, no es que esté bajo ataque la medida de las matrículas. No hay ofensivas en marcha ni flotillas que desplegar. Disentir es una obligación moral y social en trance de extinción y yo no pretendo más que invitar a un análisis sosegado que evite polarizar la universidad. Porque si a la universidad le quitamos la capacidad de pensar y actuar como voz crítica de la sociedad y la convertimos en trinchera frentista en vez de lugar de encuentro, habrá perdido su esencia más fundamental. Y entonces, ya solo nos quedaría aplaudir o callar.
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