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Xuan Xosé Sánchez Vicente

Sin duda, mejor con autonomía

Los argumentos para defender un sistema de gobierno que, pese a perder apoyo últimamente, sigue siendo el preferido por la mayoría de los asturianos

EDIFICIO DE LA JUNTA GENERAL DEL PRINCIPADO

Últimamente ha decaído en las encuestas el fervor por la autonomía, pero aún así siguen siendo mayoría los asturianos que apuestan por ella, frente a los partidarios de una vuelta a un sistema competencial centralizado. A estos últimos los mueven, en general, dos tipos de razones, una que consiste en un complejo emocional donde se junta la añoranza de supuestos mejores tiempos pasados con premisas ideológicas; otra, la de una hipotética mayor eficacia del centralismo, unida a un supuesto menor coste.

Quizás, antes de adentrarnos en debates tan abstractos, deberíamos tocar tierra con ejemplos concretos, videlicet, ¿existirian los hospitales de Xarrio (1989) y Les Arriondes (1987) de no existir la autonomía asturiana? Pues seguramente no, especialmente este último, fruto de la presión social y política de la zona. Ambos hospitales, con sus carencias, que se suplementan con los servicios del HUCA, prestan, sin embargo, un valioso servicio en sus respectivas zonas, tanto a los enfermos, ingresados o no, como a sus familiares. He ahí, uno de los frutos de la autonomía.

Alejémonos ahora del examen a ras de tierra. Pensemos en el conocimiento de los problemas reales de la población, en toda la extensión de nuestro territorio, de norte a sur, de este a oeste. ¿Sería más fácil su conocimiento para una Administración cuyo centro estuviese en Madrid y que aquí contase solo, como antaño, con delegados territoriales? La respuesta es obvia, tan patente como lo son sus limitaciones en el pasado. Démosle la vuelta: ¿podrían los ciudadanos trasladar con más facilidad sus exigencias o necesidades a un poder radicado en la capital del Reino a través de delegados de ese poder? Es difícil dar más que una contestación negativa a esa pregunta. Aún más: ¿presionarían sobre el poder central con más insistencia y fuerza unos subordinados cuya carrera depende fundamentalmente del agrado que causen a sus superiores de lo que lo pueden hacer, aun con todas las limitaciones que ustedes quieran, quienes dependen en parte de los ciudadanos que los votan?

La voluntad autonomista, que lo es de cercanía al ciudadano y de mejor gestión de las cosas, no debe, sin embargo, llevarnos a reclamar competencias indebidamente valoradas

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Es sabido que en Madrid se postergan, a veces por décadas, las soluciones de los problemas de Asturies y se favorecen las inversiones en las comunidades más poderosas políticamente (AVE, cercanías, soterramientos de trenes, estaciones de los mismos, carreteras, obra pública en general), es cierto que, en parte, por la sumisión a Madrid de nuestros diputados cuando son los suyos los que allí mandan, ¿pero se imaginan lo que ocurriría si ni siquiera dispusiésemos de la presencia y capacidad de exigencia que supone el poder autonómico, por limitado que sea?

En algunos aspectos, es indudable que la existencia de la autonomía ha supuesto un elemento decisivo para defender e impulsar nuestra cultura: museos, monumentos, conocimiento en la escuela de nuestras tradiciones. Y, sobremanera, ¿sin la autonomía qué podríamos haber hecho a favor de nuestra lengua, aun con el incumplimiento del artículo tercero de la Constitución y la deficiente ejecución de la Ley de Uso? Es más, dentro de sus limitaciones y ramplonería, ¿cuánto no contribuye nuestra televisión al conocimiento de Asturies y de los asturianos entre sí y al refuerzo de la identidad colectiva?

No ocultaré que una de las razones contrarias a la autonomía es el de los costes de la Xunta y del Gobiernu, así como la de la poca utilidad visible de los parlamentarios, argumentos que se refuerzan en estos tiempos (como en casi todos) con el desprestigio de la política. A ello puede oponérsele razonablemente lo que vendría ser el “lucro cesante” de su inexistencia, al no poder ser receptores ni transmisores de los problemas y exigencias de los ciudadanos, y el de no ejercer, en caso de no existir, el control y censura del Gobierno y la Administración, operativos en todo caso, ya sitos en el Gobierno central, ya en las delegaciones territoriales.

La voluntad autonomista, que lo es de cercanía al ciudadano y de mejor gestión de las cosas, no debe, sin embargo, llevarnos a reclamar competencias indebidamente valoradas, como ha afirmado correctamente el Vicepresidente Cofiño a propósito de la de los ríos (“No aceptaremos esa competencia a cualquier precio”). No olvidamos que en el traspaso de Educación se nos “espetaron” 12.000 millones de pesetas de pufo y nada menos que La Laboral y su gestión, sin una sola perrona para su atención.

Tampoco deberíamos, por una vocación autonómica idealista o por mera imitación, reclamar competencias que nos serán de muy difícil gestión por nuestro tamaño y la debilidad social de control y transparencia que conlleva dicho tamaño, como la de prisiones o la de la creación de una policía autonómica.

Lo que sí parece absolutamente necesario modificar en la reforma estatutaria es nuestro sometimiento a la convocatoria general de elecciones de las “autonomías del 145” en caso de convocatoria anticipada de elecciones durante el cuatrienio posterior a una elección dentro del calendario general.

Ese sometimiento al interés general de los partidos de ámbito estatal no solo es una negación de la autonomía, sino que supone un despilfarro económico injustificable, no únicamente por los gastos electorales, sino por la paralización administrativa y de ejecución de proyectos.

Bajemos a tierra otra vez. Concluyamos con una manifestación patente de la utilidad de la autonomía: la magnífica gestión que de la vacunación ha hecho durante la pandemia nuestro Gobiernu, es decir, nuestra autonomía.

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