Hace poco leí un artículo de una charla que daba uno de los supervivientes de la tragedia de los Andes, y pensé para mí: ¿cómo será convivir con una persona que ha logrado pasar por un tormento semejante y ha podido contarlo?

Mi pregunta, más concretamente, era: ¿cómo habrá sobrevivido la cordura de esa persona?

Si yo fuera su amiga, su hermana, o su pareja, ¿con qué cara podría yo contarle mis pormenores mundanos? ¿Qué significado tendría para él que me quite el sueño una discusión con un compañero, no llegar a fin de mes o haber cogido unos kilitos?

Vivimos en una sociedad muy ambigua: si bien todo el mundo intenta ponerse al límite, tanto en lo físico como en lo mental, para poder demostrar algo al mundo (no vale salir a correr diez kilómetros, tienen que hacerse en menos de 40 minutos; no vale hacer una maratón si puedes hacer un ultra; no vale ser una persona reflexiva si no puedes hacer viajes come-reza-ama).

Vivimos en una sociedad que hace tiempo que maltrata lo simple, y ésa es una de las principales causas de su infelicidad. Lo simple te hace un don nadie, y un don nadie es un perdedor. El problema de no tener derecho a disgustarse por las inconveniencias del día a día es que ello va parejo con la aparición de una nueva cualidad en nuestro entorno: el no ser capaces de disfrutar con poco. Ahora, unas vacaciones como Dios manda no son tal si no te vas a las Quimbambas, si no hay aventura extrema, si no haces algo que a la vuelta deje a tu vecino con la boca abierta. Y todo lo demás es pura monotonía o, como se suele decir, rutina.

Gracias a que por un problema de salud he tenido que quedarme en casa varios días sin salir, he logrado parar y reflexionar sobre esta manera de actuar que tenemos todos (yo la primera) y he decidido aprender a vivir con mi rutina, y a pensar que mi rutina es bella.

Y mis problemas son los que son, como no estoy en el Himalaya, no tienen ninguna relación con avalanchas, ni aludes, ni antropofagia, pero eso no quiere decir que me dejen descansar a gusto, y nadie tiene por qué hacerlos de menos, igual que nadie tiene por qué hacer de menos disfrutar de un paseo corto a por el pan, de tenerlo entre las manos, calentito, y escucharlo crujir recién horneado, y darle ese mordisquito al currusco que sabe a gloria, y que todo ello me parezca, cuanto menos, comparable a unas vacaciones en el lago Titicaca, rodeada de luciérnagas al anochecer.