Me creía Marlon Brando en aquella fiesta, de lo bien que iba vestido de Vito Corleone. Pensé en redondearlo con un puro, aunque él no fuma y prefiere acariciar un gato o tocarse la cara con el índice, el anular y el medio. Había decidido fumármelo al final de la noche; casi cuatro años después de dejarlo no me iba a hacer ningún mal. Horas y licores más tarde, de vuelta a casa, descubrí el habano, medio deshecho, abandonado en el bolsillo. Se me había olvidado fumar. Ahí pensé que estaba curado. Y, en gran parte, se lo debo a esas pastillas mágicas y a la vez diabólicas, a las "Champix". Fue en el verano de 2015 cuando me decidí o, más bien, me decidieron a dar el paso. Cuando tienes tres hijos, acortar tu vida a base de inhalar veneno no parece la mejor idea. Y si uno de ellos se pone tan pesado como el mayor de los míos, es cuando aparece la motivación imprescindible.
Si el resto de la familia se implica y te pone las pastillas sobre la mesa, se puede decir que ya no te quedan opciones. No fue un paseo. A mí no me visitaron las tendencias suicidas, como advierte el prospecto, pero sí me invadió tremenda melancolía. No quería hablar, estaba triste, tenía bajones y las "Champix" me sentaban fatal al estómago. Llegué a vomitar. Pero seguía sin fumar, no me apetecía, se me habían quitado las ganas. El tratamiento era de dos meses, aunque lo dejé al primero. Me veía con fuerza y las pastillas me machacaban. Ya no fumo y nunca paso ganas. A veces sueño que me meto una cajetilla del tirón y es un alivio despertar. Cruzo los dedos.