Sentido y sensibilidad

Tres perfiles de una personalidad elegante, culta y cercana en el trato

Conocí y traté a Plácido Arango en una distancia que no me otorga credenciales, pero me concede perspectiva para atender la amable invitación que me hace LA NUEVA ESPAÑA de escribir unas líneas, al conocerse la triste noticia de su fallecimiento. Más que el "Plácido" de Berlanga, lo que me evoca su figura es otro título literario y cinematográfico: el de "Sentido y sensibilidad".

Eso es lo que compone el primero de los tres perfiles que me atrevo a destacar y que siempre me pareció percibir en su personalidad: el de alguien extremadamente educado y elegante, presto a acortar distancias para hacerse cercano en el trato, con sentido para moverse en la vida y con sensibilidad para zambullirse en los mundos de la cultura, el arte y la creatividad. De lo primero, doy testimonio directo, en sus modos refinados de ser, en su manera delicada de estar, en su empeño de borrar rasgos de elitismo con tacto, empatía y discreción, en esa cualidad tan suya de convertir la exquisitez en afabilidad. De lo segundo, dejo por testigos a Goya, Ribera, Murillo, Zurbarán y queda constancia colgada de las paredes del Museo del Prado, en las salas de esa joya inapreciable que tenemos en nuestro Museo de Bellas Artes.

El segundo de sus perfiles pasa, desde luego, por la Fundación Princesa de Asturias. Tengo para mí que, en la cadena de fortuna de los presidentes con los que ha contado la Fundación, Plácido fue un eslabón fundamental, en un momento en que se requería una mano diestra (la izquierda) para afirmar junturas, soldar vínculos y afinar engranajes de una maquinaria imparable que, con su impulso, se ponía a funcionar a toda capacidad. Que nos dejaba imágenes imperecederas del abrazo de Rabin y Arafat, del salto a la escena de Sergei Bubka, de las curvaturas suaves llegadas para quedarse de Oscar Niemeyer, de Liz Taylor en la alfombra azul, de Nelson Mandela ocupando todos los espacios, y a todos los pobladores, del teatro Campoamor.

Y el tercer perfil de Plácido remite necesariamente a las raíces asturianas de esos empresarios de fortuna forjados por tierras del más allá. De esos hay muchos que, por suerte, han comenzado a percibirse más visibles y frecuentes, a inundar los veranos asturianos, a hacerse presentes en entidades, instituciones e iniciativas de la región. Pero Plácido fue el primero de los que abrió los caminos de retorno de esas sagas, el que inauguró, hace ya mucho tiempo, ese culto de rendir honor a los ancestros, el pionero en no andarse por las ramas y descubrir en sus raíces un hábitat para vivir.

En este momento de la despedida, no faltan razones para resaltar sus fecundas aportaciones y sus logros como empresario, coleccionista y benefactor. Yo prefiero volver al inicio para recordar a una figura que no pretendía, como el "Plácido" de Berlanga, sentar a un pobre a la mesa sino encarnar juntas la prudencia y la pasión de las hermanas literarias de Jane Austen. A una persona que encarnó una especie de pintura refinada de un modo de enfrentarse a la vida que deja un legado: el de que el sentido debe mezclarse con la sensibilidad en estos tiempos en que el estatus y la riqueza gobiernan las reglas del mundo. Y, si me lo permiten, guardo un último reconocimiento para el VIP que me abrió la posibilidad de pasar tantos ratos agradables en los Vips.

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