Lo bueno de la ficción es que no tiene ninguna necesidad ni de ser verdadera ni, por supuesto, incierta. La ficción es ficción y punto. Como mucho, verosímil, es decir, creíble. En una película de vaqueros no cabe un Land Rover; es imposible, y, en consecuencia, inverosímil. Sin embargo, en esa misma película puede caber, guapamente, un Ford-T, un vehículo bastante posterior a la edad dorada de la conquista del Oeste. ¿Por qué? Porque esa aparente incoherencia cronológica el espectador la puede salvar sin problema alguno. Uno logra imaginarse un coche primitivo en las praderas, pero nunca un todoterreno.

Asumidos estos conceptos, ya podemos explicar el auge y la controversia que suscitó en 1988 la emisión de «El cadáver del tiempo», un docudrama de Javier Maqua sobre el origen emigrante de la factoría de Ensidesa.

Su indefinición genérica planteó dificultades: «El cadáver del tiempo» ni es una película ni es tampoco un documental, es una cosa a medio camino. Los espectadores acordamos tácitamente que las películas son ficción, es decir, son historietas, y que lo que sale en los documentales es cierto. Atender a la transgresión de géneros -que es lo que hizo Maqua en 1988- provoca desamparo. De ahí a la indignación, un solo paso.

«El cadáver del tiempo» se presenta como un documental sobre la llegada de los emigrantes (los coreanos) a Avilés, cuando en los cincuenta del siglo pasado comenzaban las chimeneas a echar humo. Es decir, se presume que lo que se relata es cierto, porque así, más o menos, fueron las cosas. Maqua, sin embargo, crea un personaje de ficción -con muchas concomitancias con el propio director- que se suma al relato. Un lío. ¿Es o no es cierto entonces lo que se cuenta? Aristóteles lo dejó claro hace 2.500 años: la historia es la narración de los hechos sucedidos como ciertos, mientras que la épica -pongamos aquí el cine- es la narración de los hechos como pudieron haber sucedido. Toda esta disonancia narrativa causó indignación y aceptación: «El cadáver del tiempo» contaba la verdadera historia o no contaba más que mentiras. Y, sin embargo, todo este desconcierto no tenía ningún sentido. Porque el cine no se rige por las mismas leyes del mundo.

¿Por qué el quiosquero decide guiar al visitante? ¿Quién es Enrique, el personaje que interpreta Enrique Tessier? ¿Y el ahorcado? ¿Qué papel desempeña en la ficción? Todas estas preguntas quedan sin respuesta. Pero esta carencia de información no es pertinente en la comprensión final de «El cadáver del tiempo». ¿Ficción o realidad? Ni lo uno ni lo otro.