No sé si en alguna publicación se recoge la nómina de autores dramáticos nacidos en Avilés, tales como José Manuel García(Marcos del Torniello), José Martín Fernández, Eloy Caravera, Gabino Muñiz García-Robés (Manín de la Llosa), Luis García y Fernández Castro, José Víctor Carreño, José M.ª Malgor, Bernardino Guardado, etcétera.

Hoy solamente quiero añadir a la nómina uno más, nacido en el barrio de Sabugo, un barrio muy singular, al menos en este campo, ya que tres de sus hijos, que siguieron los caminos del drama, apenas llegados al uso de razón, abandonan el barrio para escribir sus obras lejos de la cuna que los vio nacer. De la infancia y niñez en Avilés del más importante, Bances Candamo, apenas sabemos nada. De Rafael Suárez Solís, autor de hermosos dramas, como «Barrabás», «El camino del cementerio», etcétera, sabemos que emigró a Cuba y desplegó allí una gran labor literaria; no sé si alguna de sus obras se representó alguna vez en Avilés.

Hijo de un minero

Pero hay un tercero del que quisiera ocuparme hoy. Aunque sólo conocemos una parte escrita de una obra suya, el hecho de ser avilesino y haber sido representada ya merece, por lo menos, un recuerdo. Se trata de César Cristóbal Zurro Fanjul. Oriundo de Sabugo (Avilés), nació el día 22 de octubre de 1912. Se trasladó luego a Figaredo, donde su padre, Luis Zurro Fernández, trabajaría de minero. Sus primeros estudios los hizo en las escuelas nacionales de Turón y Santullano, de Mieres. Ingresa a los 9 años en el seminario de Villacarriedo, (Santander), llegando a Valdediós en 1923. Aquí termina los cursos de latinidad y humanidades. DonManuel Astorga, que ejercía el cargo de mayordomo, ponía en escena alguna obra con trozos de música. Fue donde posiblemente despertó su afición al teatro. Estudió Filosofía y Teología en el Seminario de Oviedo, que compartían dominicos y seminaristas, cada uno en una parte del edificio. Colegio y seminario ardieron en 1934.

Tenemos aún la suerte de contar con dos de sus compañeros de estudios y juegos en el seminario: José Manuel Valle Díaz y Adolfo Lana Rodríguez, de 95 y 93 años respectivamente.

«En Oviedo» -nos comenta Adolfo Lana- «teníamos de profesores al padre Esteban González Vigil, un dominico de mucho prestigio que impartía Teología Dogmática y Moral a alumnos de los últimos cursos. En Literatura, a don José Cuesta, con quien llevé sobresaliente, ya que había leído los fascículos de la guerra del 14 que a él le apasionaban. Hablaban de combates y de muertos en trincheras, me entusiasmó su lectura y los camuflaba llevándolos en el paraguas para que los frailes no me los quitaran. DonAurelio Gago explicaba Hebreo y Sagrada Escritura. Joven y muy competente, fue secretario de cámara y gobierno del Obispado. Estaba aprendiendo lenguas, y un alumno, Teodoro L. Soto, que había estado en USA, le daba clase de Inglés. El padre Matías era muy bueno. Los PP. Paúles llevaban la dirección, administración y disciplina del seminario. No daban clase. Don Juan Margolles de la Viña impartía Historia, Física y Derecho Canónico. Con don Feliciano Redondo estudiábamos francés. Éramos 28 en aquel curso. Un buen día salió una palabra que cayó en gracia a los alumnos por ser semejante a la usada en bable: moulín (molino). A partir de entonces, fue una especie de muletilla, cosa común entre estudiantes. Cuando preguntaban por alguien, se les respondía: "Fue al mulín..."».

Compañeros de clase

Otro de los compañeros de Zurro fue don José Manuel Viña, párroco de Caldones que recuerda aún a compañeros de curso y su destino o lugar de origen: Luis Campomanes, de Pajares; Martínez de la Riva, Felipe Cienfuegos Pulgar, de Carabanzo; Ortiz González, de Turón; Jaime Caldevilla, de Cangas de Onís; Ramón Rodríguez Álvarez, que fue luego mayordomo del seminario; y Díaz Caneja, de Onís y cura de Villanueva (Parres), a donde fue desde Cudillero; Gervasio, que estaba en Lugás y comentaba sobre este nombramiento: «El salto que dio Caneja desde Cudillero a Onís, ¡ni Alvarado...!»; Eloy Martino González, de Piloña; Luis García Céspedes, de Villaviciosa; Otero, que tenía otro hermano cura y estaba por la zona de Cangas; Alonso Díaz, que fue cura junto a Lena y era de Vegadeo; don Manuel Álvarez Miranda, «el cura de las casas», y Teodoro el de Carreño, etcétera, etcétera.

Don Adolfo sigue recordando a Cienfuegos; a Asprón, de Cangas de Onís, y a José Manuel, el cura de CaldonesÉ «Después de la tragedia del 34 no tuve más contacto con ellos. Las clases de Literatura eran muy interesantes, pero Zurro se pasaba en ellas muchos ratos ensimismado, seguramente pensando en una obra que estaba escribiendo, aunque siempre respondía a las lecciones. Era buen amigo, muy apasionado por el fútbol, e intervenía en los partidos que había en el patio delante del colegio. También jugaba con nosotros un chico que vivía en las casas frente al patio. Zurro tenía una gran preocupación por la cuestión social. Como vivía entre mineros y era hijo de uno de ellos, le preocupaba la pastoral en este campo. Convencido de que se estaba fraguando la revolución, lo comentaba con su padre. Don Juan Margolles le había dado notable en Historia, pero de la obra que estaba escribiendo y de sus contactos con otro seminarista músico de Salamanca que componía la parte musical nadie sabía nada, hasta que un buen día nos convocó a los que él juzgó aptos y empezamos a ensayar en octubre del 1933. Yo hacía de Sigfredo. Me recuerdo saliendo de una especie de sótano, medio agachado, con una espada metida en el cinto y un manto grande. Tenía que hacer una pregunta: «¿Qué habéis hecho de mis gentes?», pero no le daba el tono y Zurro se enfadaba. Yo le contesté con un taco, algo que no acostumbraba a hacer.

«El traidor Bellido Dolfos»

Es un ensayo de drama lírico en prosa y verso. Zurro aparece bajo el seudónimo «Guimel de Amarante». El argumento y la ambientación de la obra, hechos por el propio Zurro, son los siguiente: «Corría el año l065 y, después de hacer testamento, moría, llorado por sus vasallos, aquel rey que en vida supo unir sobre sus sienes las coronas de Castilla y de León y que la Historia designa con el nombre de Fernando I el GrandeÉ Hay en la Historia un velo harto denso sobre la traición de Bellido Dolfos en el cerco de Zamora» -cuenta Zurro en el prólogo-. «Aunque la tradición nos describe en sus romances la inocencia de Zamora y la hidalguía de los Arias, yo, sin apartarme de las fuentes históricas, aproveché el vasto campo que tal acontecimiento brindaba a mi imaginación para poder componer, caro lector, este modesto ensayo, cuyo objeto, alma y parte, la más saliente de la historia de Zamora, aún hoy parece que están recientes, después de tantos lustros como desde entonces acá han pasado. Si en parte siquiera lo consiguiera, fuera éste mi mayor contentamiento».

El personaje de Bellido Dolfos lo representaba: Caldevilla, a Sigfredo; Adolfo Lana, a don Rodrigo Díaz de Vivar o El Cid; Díaz Caneja, a don Sancho; Martino González, a don Alfonso, rey de León; García Céspedes, etcétera. El director escénico era Manuel A. Miranda. Doña Urraca no aparece en la obra, ya que a una mujer no se le permitiría actuar con seminaristas por razones de disciplina.

Se estrenó el día 7 de marzo de 1934, festividad de Santo Tomás de Aquino, en el teatro del Seminario Conciliar de Oviedo. La ropa era alquilada. Tiene una parte musicada. Conservamos la primera parte de la obra y posiblemente toda la parte musical, unos diez folios, sin acompañamiento.

Sigue comentando Adolfo: «Zurro tuvo que leer muchísimo, porque esa historia es un poco complicada, e imaginarse los pasadizos para ir escribiendo toda la trama. Aquella noche cosechó un gran éxito. Asistió mucha gente. Con los seminaristas asistieron también las alumnas de las adoratrices y dominicas. Yo, al terminar la primera parte, bajé a sentarme con el público. Allí encontré a Concha la del Valle, a María la de Gabriel del Coto y a algunas más de Somiedo que venían a vernos actuar».

Fin del drama: el martirio

De este drama nos falta el final. Pero contamos con el que sufrió el autor. Fue otro 7 de octubre de 1934, siete meses después, el día de la festividad de Nuestra Señora del Rosario. Los revolucionarios llegados desde Mieres bajaron por la colina de San Lázaro con idea de cercar e incendiar el seminario. Cuando sonaban las balas en los muros, los PP. Paúles dieron orden a los seminaristas para que abandonaran el recinto. Muchos saltaron por las ventanas, siete de ellos se escondieron en un sótano, entre ellos el autor del drama. Y allí estuvieron toda la noche conversando, rezando y discutiendo si serían mártires en caso de ser fusilados.

Ya se contaron la historia y sus pormenores muchas veces. Al amanecer, siempre al amanecer, pasan estas cosas; Zurro se asomó para ver si había modo de escapar. Fue sorprendido, y obligaron a salir a los demás. A pocos pasos del seminario, frente a las casas de prostitución de San Lázaro, tras una descarga, fallecieron seis de los siete al grito de ¡Viva Cristo Rey!, mientras se oía desde las ventanas de enfrente el ¡Matailos! que gritaban las mujeres. Zurro fue el primero en caer bajo las balas de aquellos mineros, con los que él y su padre habían compartido horas de trabajo y conversación. Un hijo de minero caído bajo las balas del odio y la revolución. No sé adónde llegaría en su carrera literaria. Tampoco sé si sus obras le darían inmortalidad alguna, pero con su muerte sé que escribió el más sublime final de su primer y último drama, rubricado con su sangre, que es el mejor garante de fama inmortal.

Sabugo, pues, cuenta entre su gentes ilustres con un dramaturgo más. Y aunque el valor literario de su obra no traspasó las fronteras de su tierra, su memoria quedará imborrable entre las páginas más luminosas del martirologio.

«Días después» -concluye don Adolfo- «me acerqué al seminario a ver cómo había quedado todo. Era una ruina de muros y vigas calcinadas. Allí me encontré con aquel chico que jugaba al fútbol en el patio con nosotros. Creo que fui el primero del curso en conocer el final de la tragedia. Nada más verme, vino corriendo a decirme entre lágrimas: "¡Han matado a Zurro!, ¡han matado a Zurro...!". Luego me contó cómo, asomado tras los visillos del balcón de su casa, había visto caer a los siete y correr su sangre al pie del muro, muy cerca del portón del seminarioÉ», y más cerca aun -podemos afirmar- de las puertas eternales de la Gloria.