o cabe duda alguna de que los modales han cambiado, para mejorar, en las oficinas públicas e incluso en las privadas. La impertinencia, la desidia, la acritud y el desprecio que muchos funcionarios sentían hacia el desdichado contribuyente que osaba solicitar cualquier servicio de su negociado convencido de la solución son pura arqueología sociológica. Poca defensa tienen aquellos míseros rábulas o los raídos y despóticos jefes de negociado convencidos de que la solución o el rechazo de cualquier pretensión dependían de su albedrío. Pues, en el fondo, así era y de ello se valían. A costa suya los ciudadanos aprendieron la diferencia que hay entre tener razón y que le den a uno la razón.

Hoy, matizado por la tendencia intolerable al tuteo, los asuntos administrativos se resuelven con mayor rapidez y mejores maneras. A ello contribuye que hay una superdotación de empleados, por lo que nos asombra y sorprende la repetida cantinela de que la Administración de Justicia es tan lenta porque no tiene suficientes efectivos, ni humanos ni mecánicos. Mucho han crecido las poblaciones, pero hace unos años los partidos judiciales se apañaban con uno o dos jueces -o los que fueran- que trabajaban lo menos posible, pero acababan por resolver las diligencias encomendadas. Hoy, una multitud de empleados ha obligado a construir gigantescas sedes donde ubicarlos; como ocurre con los aeropuertos, siempre se quedan pequeñas a poco de ser inauguradas.

Admitido el aprobado por los pelos de la Administración, no sólo la de Justicia, quedan algunos cabos que suelen irritar a quienes son las víctimas. En general, suelen tener una base mostrenca, en el sentido de incomprensible y tozuda. Muchas personas que marcan un teléfono escuchan la voz metálica del robot que les contesta una tontería: «Telefónica informa de que, actualmente, no existe dicho número», más o menos. Es una completa imbecilidad, porque ese número, todos los números existen, están después del anterior y antes del precedente; y no es una contingencia temporal, sino que así es y será por los siglos de los siglos. Podrían informar, de manera afable, que es posible el error al anotar el número, causa de que el marcado no figure en la guía.

Luego todos somos víctimas de la abominable y deshumanizada dictadura de la informática. Un viejo amigo nos comentó, hace no mucho tiempo, su odisea. Para determinado trámite, relacionado con el cobro de la magra pensión, hubo de procurarse, entre otros documentos, del certificado de empadronamiento y la fe de vida, que no sé si continúan en vigor. Recibió una gran sorpresa en el registro civil cuando le informó la funcionaria, tras haber tecleado insistentemente en el ordenador, con una seca frase:

-No aparece.

Mi amigo se altera con facilidad, quizá porque cuando le llegó la hora del retiro militar lo hizo con el empleo de coronel. Ésta era una pensión civil. Poniendo los puños cerrados sobre el mostrador, repuso:

-Oiga, señorita, señora o lo que usted sea, vengo a recoger la fe de vida, mi fe de vida, ¿comprende?

La señora o señorita o ciudadana no disfrutaba de su mejor día.

-A mí no me grite usted -repuso, con cierta razón-. El nombre que me facilita no consta en pantalla, así que no me es posible facilitarle lo que pide.

Aquello se correspondía con un par de banderillas de fuego para mi amigo Bernabé.

-¿Que no aparece? -aulló-. Me importa un pimiento lo que diga su aparato. Exijo mi fe de vida, la mía, la de yo -empezaba a hacerse un lío-. ¿Quiere que le demuestre que estoy vivo, quiere que baile, que le pegue al guardia de la puerta? Respiro, ando, estoy vivoÉ

-Lo siento -remachó la interlocutora, que parecía proclive a emparejar su enojo con el de aquel energúmeno-. El nombre que no sale, no existe; es imposible proporcionar la certificación. Hable, si quiere, con el jefe y déjeme atender a las personas que están detrás de usted.

Con 130 pulsaciones golpeándole las arterias, farfulló la exigencia de que compareciera el superior, a quien expuso, con alguna dificultad, el asunto. El preboste le escuchó atenta y conciliadoramente, pues había presenciado la bronca desde su cercano puesto, y le dijo:

-Mire usted, señor, la persona que le ha atendidoÉ

-¡¡Cómo que atendidoÉ!! -bramó.

-Escúcheme, por favor. La funcionaria ha de atenerse a la información que le proporciona esa máquina. Su nombre no figura, lo que, indudablemente, es un error o una omisión que se puede subsanar en el lugar pertinente. Tomo nota, por supuestoÉ

-Y mientras tanto, ¿qué hago? -adujo aún encolerizado.

-¡Cálmese, hombre! -antiguamente habría dicho «hombre de Dios»-. Creo que para el asunto que le interesa será suficiente presentar el DNI. Lo que nos ha pedido cae fuera de nuestra capacidad y viene exigido a fin de evitar fraudes o falsificaciones de la identidad.

Le acompañó hasta el pasillo con unas afectuosas palmaditas en el hombro.

-¡Claro que está usted vivo, hombre! Y mucho.

Tal fue la historia que nos contó el compadre, que resumió diciendo:

-¡Menos mal que no me dijeron: "Vuelva usted mañana". No hubiera sido capaz de contenerme.

Se refería al celebérrimo artículo de Mariano José de Larra con ese título, escrito para ilustrar a un presunto amigo, el señor Sindemora. Por cierto, creo que es algo que muy poco gente ha leído. Es un escrito larguísimo, pesado, reiterativo, indigno de las indudables cualidades literarias del malogrado don Mariano José. Subsisten los complementos y desarrollo de las tres virtudes teologales: fe de vida, esperanza de vida, caridad y calidad de vida. Aunque es peligroso dar ideas, podría crearse con ello una Subsecretaría de Estado, ¿no?