Como eventos deportivos me gustan el tenis, el fútbol y los toros, por este orden. Naturalmente, a través de la televisión, porque ya no está uno para formar parte del espectáculo, sentado en la grada. En cuanto al balompié -¡qué castiza y desafortunada traducción!- incluso repaso los lunes las páginas deportivas para actualizar mi idea del palmarés en la Liga; cuando vivía en Madrid, disfrutaba con las victorias del Atlético; si en otras competiciones, el Real Madrid; y el equipo español que fuese, durante los encuentros internacionales. No sé por qué oscuras y subliminales inclinaciones, esperaba que el Barça no pasase de semifinalista. Sin duda, la tele es lo más parecido al Descubrimiento de América, según Cervantes: «El mayor invento que conocieron los siglos», si bien la encuentro excesiva y con oferta tasada y reiterativa. Ya no es lo que era, cuando sólo había dos canales, equivalentes a las lentejas para el hambriento.

Quienes por la edad o cualquier circunstancia nos guarecemos en el hogar vamos conformando el ojo y el interés en la pequeña pantalla. Tiene sus ventajas el dudoso gusto de los programas de entretenimiento y la suscripción a canales de pago con el dudoso privilegio de ver el mismo filme, varias veces a la semana y por diferentes emisoras. Estoy saturado de los espléndidos musicales donde intervienen Fred Astaire, Ginger Rogers, Dean Martin y demás colegas y competidores. Y de ver la pesadísima «Apocalipse now», o esa que todo el mundo dice mal: «La reina de África», que se debe expresar en masculino, pues se trata de un barco, aunque sea defendible la concordancia con «embarcación». Decimos «el Queen Mary», porque es, o era, un transatlántico.

Invadido por cierto sentimiento de vergüenza, podría contar con los dedos de las manos las veces que he pisado un estadio, con largos lapsos intermedios, lo que merma la cualidad de espectador o aficionado a un buen encuentro. Una de esas ocasiones tuvo como escenario el campo del Atlético de Madrid y allá fui, invitado, pero en metro -cualquier otro medio, sin ser personaje, directivo o jugador es desaconsejable-, para recorrer un tramo teniendo ante los ojos uno de los monumentos más hermosos de la capital, sólo disfrutado por quienes allí viven y, de reojo, por los automovilistas que apenas desvían la vista de las intrincadas señales de tráfico que le rodean. Me refiero al gótico puente de Toledo, bajo el que transcurre un robusto río Manzanares dotado de unas compuertas que le prestan pretensiones de vena fluvial.

Antes de llegar, el panorama común a todos estos recintos multitudinarios: tenderetes de banderolas, camisetas, pitos, chuches, insignias, palomitas y cuantos implementos rodean la fugaz visita del hincha. La diferencia con los estadios vistos en el pasado estaba en la casi perfecta organización, el filtro eficaz para los convidados, los ascensores, las gradas de confortables butacas y las gentiles azafatas. Lo que debe ser un palco de honor, plaza de privilegio que tanto nos gusta.

El campo me pareció chico, por la usura en el espacio que orla las bandas, donde casi se puede tocar a los jugadores. Llegué, como novato puntual, con tiempo para permanecer solo durante unos largos minutos. Sin apenas apercibirme, con la inexorable lentitud de las mareas del Cantábrico, que sorben la arena de las playas, se fueron cubriendo las bancadas. No era la presencia física, sino el aumento del rumor hasta convertirse en ruido ensordecedor que apenas cede a lo largo del encuentro. Comprendí que la gente va al fútbol para ver jugar, pero, con mayor ahínco, para desfogarse, vitorear a los muchachos de casa al salir del túnel y abroncar agriamente a los forasteros. Creí notar, también, que la mayor intensidad en el alboroto se reserva para cuando el desdichado árbitro pita contra los colores indígenas, tenga o no motivos para conducir el encuentro con rigor extemporáneo, o sea, a favor de los visitantes. Había oído hablar de «Manolo el del bombo». Son varias, así como miles, las trompetillas, matasuegras y carracas utilizadas sin descanso. Bien sincronizados y discrecionalmente distribuidos los lanzadores de rollos higiénicos, una modalidad que debería tener rango olímpico, pues requiere destreza, fuerza y puntería.

En un momento dado, siguiendo consignas para mí inexplicables, aquellos miles de seres de ambos sexos hacen «la ola», que al pasar por mi lado experimenté la sensación de estar esos segundos bajo el agua. Imaginé que los futbolistas deben llevar tapones en los oídos o levantada una invisible muralla insonorizada para continuar su trabajo en medio de aquél maremágnum. Quizás estén acostumbrados, hipótesis no desdeñable.

Abandonado entre un público experto y apasionado, no arriesgué el aplauso, ni mucho menos el gesto desaprobatorio. De cuando en cuando, un estremecedor rugido expresaba la opinión de los amenazadores aficionados. En algún momento me sentí ante una representación del circo romano y no habría sabido distinguir, por mi propio conocimiento, a los cristianos de los leones.

Ganaron los colores caseros y la enfervorecida multitud salió contenta, reduciéndose la excitación camino del bar o del hogar, deseosa de llegar a casa para contemplar en la televisión la reseña del partido e impaciente por leerlo, al día siguiente, en los periódicos deportivos. ¡Qué quieren que les diga! Si hubiera tenido 50 años menos, es posible que experimentase parecidos sentimientos y emociones. A lo mejor me hacía del Sporting. O del Oviedo, si espabila.

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