La obra de Soledad Córdoba (Avilés, 1977) se construye alrededor de su propio cuerpo «ese lugar donde nos ha tocado vivir», escribe la artista, «pero es el miedo a mutar, a ser agredido o a estar enfermo lo que nos hace más conscientes de nuestra corporeidad». En sus fotografías el cuerpo se relaciona con el entorno tanto física como anímicamente, logrando trascender lo personal para sumergirse en lo poético, una intimidad que indaga en los rituales del dolor con las lágrimas transformadas en perlas resbalando por su rostro («Lácrima I», 2001) o el pecho abierto por donde sale una madeja de filamentos imposible de desenredar («Herida», 2003); explora en los modos de transformación con la artista envuelta en hilo blanco, a modo de larva («Desprender», 2003); y rastrea lo mágico, viajando «a las profundidades del lugar más íntimo», como ella misma señala, «donde la realidad se desprende del mundo convirtiéndose en algo perturbador» que define su última etapa.

En «Un lugar secreto», proyecto todavía en desarrollo, la artista tantea los límites entre la realidad y la irrealidad, entre el sueño y la vigilia, un tiempo de vacilación, una escapada de la vigilancia, permitiendo que aflore un clímax onírico que, por otra parte, siempre estuvo presente en su narrativa. En estos trabajos el cuerpo recostado o sentado permanece inmóvil, adormecido, ajeno a la rosa que florece en su espalda o al ramaje de una planta que lo envuelve. Tan sólo en una de las secuencias la artista de pie toca un nido de mariposas que se despliegan en la siguiente fotografía alrededor de su cuerpo, pero su actitud sigue siendo de extrañamiento, viviendo «ese tiempo de la vacilación entre el soñar y el estar despierto -del que habla Jean-Luc Nancy- es el tiempo más propio de la conciencia que se sabe sin saber lo que se sabe al saber de ese modo». En todo caso los autorretratos de Soledad Córdoba «han ido deslizándose», escribe Fernando Castro Flórez en el catálogo, «desde una desnudez traumática a una ficcionalidad barroca», y en este tránsito su poética se ha desplazado desde lo frágil a una fusión y confusión entre lo natural y lo sobrenatural, que ha producido una mayor dulcificación de su obra.

Son historias incompletas, fragmentarias, una serie de instantáneas que nos hablan de un cuerpo situado en un escenario artificial en el que irrumpen elementos de la naturaleza con los que se relaciona la protagonista. Nada queda resguardado de la mirada y, sin embargo, no encontramos con una representación de la intimidad, un lugar secreto, una interpretación de lo que ve el durmiente, la ensoñación que se superpone a lo real, el sueño fotografiado.

Sus fotografías se caracterizan por la acertada hibridación de medios expresivos -performativos y escenográficos-, una sobriedad, casi ascética, que ataja cualquier desvío decorativista y el empleo de la secuencia como técnica narrativa que facilita documentar la acción. En la mayoría de sus trabajos el espacio viene definido por un fondo negro sobre el que se materializa el cuerpo de la artista, que mantiene un estatismo de acusadas nostalgias escultóricas, pero marcado carácter lírico. Y Soledad Córdoba consigue con estas imágenes despiertas adormiladas provocar un estremecimiento, esa mezcla entre la emoción y el temblor, que nos conmueve.