El surrealismo celtibérico trajo consigo a principios de la década de los setenta que muchos españoles dejasen entreabierta la puerta cuando usaban una cabina telefónica. La culpa la tuvo aquella película tan famosa de Antonio Mercero en la que José Luis López Vázquez quedaba atrapado en una de ellas. En este país siempre se desconfió del hermetismo de las cabinas, que nunca resultaron ser lo suficientemente cómodas ni atractivas; el vandalismo callejero se dedicó a destrozarlas y cada vez que uno buscaba un teléfono desde donde llamar se encontraba con el tubo del cableado colgando. Y a veces ni eso.

Cuando íbamos a Inglaterra regresábamos suspirando por la «red telephone box», el quiosco de madera de color rojo que diseñó sir Giles Gilber Scott, y que acabó por convertirse en un signo familiar e identificativo de lo británico, al igual que los autobuses con imperial. El mobiliario urbano, como dicen los cursis y los políticos, que viene siendo lo mismo, es muy importante y contribuye mucho a la personalidad del lugar.

Pero aquí, ya digo, no hubo suerte con las cabinas, cuyas puertas se bloqueaban más de la cuenta cuando los gamberros no arrancan de cuajo el teléfono. O ambas cosas. Telefónica nos vino más tarde con otro modelo de cabinas abiertas que, como resulta obvio, no se atoran pero dejan al transeúnte expuesto a las inclemencias del tiempo.

Las ráfagas de sol invitan a usar las cabinas de teléfono cuando se presenta la urgencia de la llamada. Otra razón de peso que nos podría hacer utilizar, nuevamente, los teléfonos públicos, ahora que apenas se ven y tienden, además, a desaparecer, es la economía mundial. De hecho, las ventas de móviles han sufrido su primer desplome hasta caer en un 16 por ciento. Leo sin mayor preocupación cómo en el primer trimestre del año, el retroceso, que nunca antes se había detectado, sitúa en 35,9 millones los celulares vendidos. El lector se preguntará cuántos se vendían antes; pues, al parecer, un 16 por ciento más.

El teléfono se renueva menos y cada vez se compran modelos más básicos. Es un regreso al sentido común, después de comprobar que todas esas prestaciones chorras no sirven más que para encarecer el producto. Utilidad, ninguna.

Básico no significa simple, sino fundamental. Simple es la literatura, si se le puede llamar literatura, de Pablo Conejo (Paulo Coelho), un hombre que, por otro lado, mantiene récords de venta de libros (100 millones de ejemplares) y, al mismo tiempo, de rapidez para firmar autógrafos. «Con amor, Paulo Coelho». Una novela de Conejo se lee, si uno está dispuesto a hacerlo, con casi la misma velocidad que el propio autor la dedica. Nunca lo he intentado. Sólo por curiosidad, abro al azar el libro de tapas rojas, edición conmemorativa de «El alquimista», su obra más famosa, «la novela que hace soñar al mundo», como reza en la publicidad. Leo: «El muchacho se despertó antes de que saliera el sol. Habían pasado once meses y nueve días desde que pisó por primera vez el continente africano. Se vistió con su ropa de árabe, de lino blanco, comprada especialmente para aquel día. Se colocó el pañuelo en la cabeza, fijado por un anillo hecho de piel de camello. Se calzó las sandalias nuevas y bajó sin hacer ruido. La ciudad aún dormía. Se hizo un sándwich de sésamo y bebió té caliente en una jarra de cristal. Después se sentó en el umbral de la puerta, fumando solo el narguile. Fumó en silencio, sin pensar en nada, escuchando apenas el ruido siempre constante del viento que soplaba trayendo el olor del desierto».

Vacuidad literaria. Empezando porque si el muchacho se despertó antes de que saliera el sol, apenas tiene sentido recordar acto seguido que la ciudad dormía. Tampoco es necesario insistir en que fumó del narguile en silencio después de contar que se había sentado en el umbral de la puerta a fumar solo. A no ser que el autor pretendiese relacionar simplemente el silencio con el ruido que uno puede hacer al encontrarse solo y fumar el narguile. Sin emitir palabra.

Conejo, vecino de Niemeyer, ha recorrido Avilés seguido de admiradores y admiradoras. Antes lo hizo Woody Allen y más tarde Kevin Spacey, un director de cine de reconocido talento y un buen actor. Todos ellos, a su manera, han participado en la promoción del proyecto ilusionante, en el que se confunden el paisaje, bastante difuminado por el momento, con un paisanaje capaz de atraer la curiosidad. Los sueños de Coelho son hasta ahora la materia más asociable al proyecto de su vecino de Copacabana. No sabemos cuál de los dos es el alquimista, ni si el potingue va a pasar el filtro de Santi Santamaría empeñado en una cruzada refrescante contra la química.

Hablando de folletines, el serial de la lonja llega a su penúltimo episodio. El guionista merece la peor de las calificaciones teniendo en cuenta el nudo y a la espera del desenlace. Esta guerra entre armadores, avivada por políticos, recuerda a los largos y viejos conflictos internacionales en los que las alianzas, debido a la duración y las circunstancias que se iban produciendo, cambiaban de modo insospechado de manera que la mudanza contribuía a la confusión.

Vuelvo a lo del móvil. El SMS va acabar siendo la tumba del PP: «Mitin de Rajoy en Valladolid. Asistencia inexcusable».

Los sueños, de los que tanto habla Conejo, son buen material literario. «Un sueño fue lo que me impulsó a venir aquí. En él yo caminaba solo por una carretera rural, eso era todo. Era invierno, el crepúsculo, o si no, se trataba de un extraño tipo de noche tenuemente radiante, la clase de noche que sólo existe en los sueños, y caía una nieve húmeda. Caminaba decididamente hacia alguna parte, al parecer volvía a casa, aunque no sabía cuál podía ser esa casa ni donde estaba exactamente», escribió el irlandés John Banville, del que algunos han dicho, por su meticulosidad y elegancia, es el heredero de Nabokov. No sé si es algo exagerada la comparación, pero si resulta agradabilísima la prosa limpia de este autor, especialmente agasajado por su novela «El mar», que en España editó Anagrama. Leo estos días «Imágenes de Praga», un ensayo precioso, sobre una de la ciudad envuelta en sueños. Mágica. Banville la conoce lo suficientemente bien para profundizar en ella y en algunas de esas historias que se solapan y que nos conducen finalmente al verdadero ser del lugar. Cuenta Banville: «Se ha escrito mucho acerca de la belleza de Praga, pero no estoy seguro de que la belleza sea el término adecuado que deba aplicarse a esta ciudad misteriosa, diversa, fantástica y absurda a orillas del Moldava, una de las tres capitales de la magia de Europa: las otras dos son Turín y Lyon. Aquí hay encanto, en efecto, pero un encanto apasionadamente contaminado». Tampoco yo estoy seguro de que belleza sea la palabra precisa que defina a una ciudad en la que Angelo Maria Ripellino observó coquetería de anticuario. Y misterio, mucho misterio. La espuma de las horas