La actualidad se presta a interpretaciones. Por eso, al joven abogado avilesino José Ramón Cueva se le ocurrió a mediados de los cincuenta, coincidiendo con el aluvión de trabajadores de Ensidesa, que no sería mala idea organizar una exposición de fotografía que recogiese, de una parte, el modo de vida miserable de muchas de aquellas personas en chabolas y barracones con camas de tres turnos de ocho horas y, de otra, la lujosa ciudad residencial que se levantaba a un tiempo en González Abarca, para acoger a los ingenieros de la misma fábrica. La polvareda que levantó aquella exposición de agudos contrastes sociales, en los primeros años de la Casa de Cultura de la calle Jovellanos, se la podrán imaginar los lectores.

El caso es que Cueva, como consecuencia de la exposición, se vio obligado a comparecer ante el gobernador civil de Asturias, Francisco Labadíe Otermín, para darle explicaciones sobre todo aquello. Antes, ya le había quitado unas cuantos horas de sueño al alcalde Orejas Sierra, que había sido precisamente el que le había encargado la misión de dirigir el primer ateneo de la ciudad.

-No entiendo por qué molestó tanto. ¿No presumía el régimen de traer consigo una revolución nacional sindicalista?

-Ya.

José Ramón Cueva ha cumplido 80 años y se encuentra en una forma magnífica. Sonríe mientras me cuenta su entrevista con la historia a propósito de las fotografías del devenir siderúrgico. Le miro e intento verlo aquel día frente a Labadíe Otermín. De la misma manera que no me cuesta imaginarlo en el bufete que había heredado de su abuelo, frente por frente del palacio de Llano Ponte, la tarde en que se presentó por sorpresa Dámaso Alonso, que acababa de publicar «Hijos de la ira», y al que él mismo había invitado a leer unas poesías en la Casa de Cultura sin demasiado convencimiento de que iba a aceptar la invitación.

-Y de repente aquel hombre pequeño me estaba observando desde el fondo del despacho.

El abogado, sorprendido por la aparición del poeta, había terminado sus estudios de Derecho y no tenía la menor gana de dedicarse a ejercer la profesión a la que estaba predestinado por tradición familiar. Pudo haberse ido a Bolonia y entonces seguramente su vida habría cambiado. Pero se quedó y mantuvo una larga correspondencia con una librera de la calle Arenal, Carmina Abril, que fue durante un tiempo la que le recomendó lecturas y animó a escribir. Él ya había leído en la biblioteca de casa a los clásicos, pero gracias a Abril empezó a familiarizarse con Gabriel García Márquez, Neruda y Mario Vargas Llosa. La inyección literaria del «boom» vino a sumarse a otras inquietudes y de ese cóctel surgió el primer ateneo.

-Paco Orejas (el alcalde) quería abrir una Casa de Cultura...

Cueva formaba parte de la Sociedad de Amigos del Arte, junto a Víctor Valdés, Pepe Rubio, Ramón Fernández de Soignie, que entonces empezaba a prepararse para la diplomacia, y otros avilesinos.

-Paco Ignacio Taibo me ayudó mucho desde el Ateneo de Gijón.

Los medios con que contaba la primera Casa de Cultura en las plantas superiores del edificio que albergaba la Biblioteca Bances Candamo no eran ilimitados. De manera que Cueva tuvo que echarle imaginación y arreglarse con lo que él personalmente negociaba y lo que Taibo iba ayudando. Así, por encima, recuerda una exposición de Álvaro Delgado y que por allí pasaron Miguel Delibes, Álvaro de Laiglesia, Emilio Alarcos y Manuel Alcántara, entre otros. Y se programaban buenas películas francesas de René Clair, etcétera... del neorrealismo italiano, Rossellini, De Sica y otros.

-Buenas películas como «Milagro en Milán». Y aquella otra «El salario del miedo». ¿De quién era?

Pensamos en el nombre del director y no somos capaces de acordarnos de Clouzot.

Aquella primera etapa del ateneo se cerró en 1958, según recuerda Cueva. Y a partir de ahí, el testigo pasó a la profesora Esther Carreño. Y, fíjense cómo son las cosas, el abogado por tradición familiar que no quería dedicarse al derecho ingresó en Asturiana de Zinc y todavía se le recuerda por sus conocimientos jurídicos.