La división geográfica, no obstante, termina por provocar un vacío de poder que los vecinos califican de aislamiento. «No tenemos servicios, ni cafeterías. Los autobuses, que gestiona una empresa privada, pasan de manera muy espaciada. Llegaron a proponernos que pusiéramos nosotros los horarios, pero luego hicieron lo que les dio la gana», lamenta Carmen Sánchez, vecina de la parte gozoniega y secretaria de la Asociación de Vecinos «La Atalaya». La propia Sánchez ejemplifica el «aislamiento» al que los vecinos de San Juan de Nieva se refieren: «Mi hijo va a empezar a estudiar FP en Avilés. Entra a las 08.30 horas, pero el primer autobús pasa a las 08.45: ¿cómo va a hacer? ¿Va a llegar tarde todos los días? Mi hija trabaja en Luanco, pero cuando sale ya no hay autobús. Si no la puede acercar nadie, tiene que venir en taxi», se queja la vecina de San Juan de Nieva.

La frontera política no es la única a la que se someten los vecinos de San Juan de Nieva. Amén de la natural que constituye la ría de Avilés, existe aún una tercera: la marcada por Costas, para muchos la auténtica propietaria del pueblo. Hasta tal punto que en el lugar existe la creencia de que, si la administración de Costas decidiese demoler las viviendas en busca de intereses propios, lo haría. Un concepto quizás exagerado, pero que palpita en San Juan de Nieva. «La verdad es que pagamos servidumbre a Costas. No podemos hacer una obra civil sin consultarles. Si queremos hacer algo en nuestros terrenos, hay que consultarles. Estamos supeditados a un señor que está en un despacho y que no pasa nunca por aquí para conocer la realidad», señala Carmen Sánchez.

Más allá de cuestiones fronterizas, San Juan de Nieva es hoy uno de los pueblos de la comarca con mayor media de edad. Los jóvenes se han ido a Avilés o a Luanco y sólo quedan trabajadores de las empresas colindantes, o jubilados, la mayoría de la población. Un dato: tan sólo hay tres niños. Adolescentes, pocos más. Sin embargo, el retorno al hogar propicia que en verano San Juan de Nieva recupere el bullicio de antaño. En otoño e invierno la cosa es diferente. Sus centenarias casas, muchas de ellas a la orilla misma de la ría de Avilés, son santuarios de tranquilidad y silencio. Allí el ulular de la sirena de un barco. Aquí el cascabel de un gato que ha decidido darse un garbeo. Besando las aguas del estuario, una veintena de barquichuelas. De vez en vez, alguien sale aún a pescar. La vida pasa más despacio en San Juan de Nieva.

A pesar de que tan sólo una decena de metros separa la zona gozoniega de la avilesina, el sentimiento de identificación con el terruño ha calado, aunque de manera gradual. «Somos avilesinos o gozoniegos, según nos convenga», afirma una vecina de la parte de Gozón. «Si juegan el Avilés y el Marino, voy con el Marino porque mi nieto juega en los juveniles y porque me considero de Gozón», señala, más rotunda, Carmina Ortega. El mismo sentimiento se repite al otro lado de la carretera. Los habitantes de la parte de Avilés se sienten, eso mismo, avilesinos. También, aunque la distancia entre ambas zonas sea nimia, las tendencias cambian. «A comprar vamos a Avilés, porque hay más servicios, pero el ocio lo hacemos en Luanco. Mis hijos, por ejemplo, cuando van de marcha, van a Luanco», explica Carmen Sánchez.

Así viven los habitantes de San Juan de Nieva: en armonía, a excepción de casos extraordinarios y casi berlanguianos (dos vecinos que viven a veinte metros de distancia, aunque en dos concejos distintos, no se hablan desde hace 58 años); con vistas privilegiadas sobre el Niemeyer, pero lejos, quizá demasiado, de Avilés.