Marcelino Vaquero González del Río se asentó junto a sus padres en Avilés al tiempo que la Guerra Civil estallaba en España. Marcelino había nacido en Gijón cuatro años antes, en 1932, donde su madre, Margarita, se había casado con Ovidio, futbolista del Sporting. Sin embargo, el negocio de la familia materna, el famoso restaurante Campanal de la calle Cabruñana de Avilés, resultó un imán para el joven matrimonio. Pocos recuerdos del estallido de la Guerra Civil sobreviven en la memoria de Marcelo. «Recuerdo poco: los soldados y los moros entrando en Avilés y algunos militares del bando nacional que iban a comer al restaurante de mis abuelos. Poco más», señala. La política nunca fue lo suyo. Sin dejar de reconocer el trauma que el conflicto bélico supuso para España, Marcelino rehúye hablar de la Guerra. «En mi familia hubo víctimas por uno y otro bandos. Nunca quise marcarme. Lo mío era el deporte», afirma. En efecto, el joven Marcelino optó por evadirse del estruendo de la guerra y optó por una vida al aire libre, en plena naturaleza. La ría, Las Meanas y su barrio de Cabruñana eran los lugares predilectos de Marcelino. Los mismos escenarios que forjaron al mejor deportista avilesino de todas las épocas y uno de los mayores talentos de la historia del deporte asturiano.

En los años cuarenta, Avilés era una villa «pequeña, tranquila y en la que todo el mundo se conocía, no como ahora», según la recuerda Marcelino Vaquero. Su familia materna era una de las más apreciadas en los contornos. Habían escogido el sobrenombre del pueblo natal de su abuelo, Campanal, en los alrededores de Perlora (Carreño), para bautizar un restaurante que se convertiría en santo y seña de la gastronomía regional.

La prosperidad de la familia se acrecentó con una iniciativa insólita, digna de una película de Capra: enlatar fabada. El negocio, pionero en España, resultó un éxito y la denominación Campanal, una señal de garantía. Tanto, que el tío de Marcelino, Guillermo del Río, lo escogió como nombre artístico. Guillermo «Campanal» jugó en el Sporting, al igual que su hermano Santiago, pero su talento lo llevó primero al Sevilla y luego a la selección. Así que los genes del joven Marcelino llevaban el sello del deporte. «Mis facultades son todas genéticas», señala. Con ser cierto, su vida de adolescente, desbordante de actividad física, también ayudó para forjar el fenómeno.

Marcelino Vaquero define al adolescente que fue como «un chaval travieso, inquieto, pero educado». La escuela le atraía más bien poco. Lo suyo no eran los libros. Aprovechaba cualquier momento para jugar al fútbol en la calle Cabruñana o Las Meanas, o para ir a nadar a una ría por entonces impoluta, en la que incluso podían pescarse nécoras en la zona del Estrellín, actividad en la que Marcelo era un consumado especialista. En realidad, era especialista en muchas cosas, algunas de ellas auténticas temeridades. «Iba en piragua desde Avilés hasta Santa María del Mar sin salvavidas ni nada. Otras veces hacía equilibrios sobre las barandillas que separaban la ría de las vías, con el riesgo de caerme y que me pasara el tren por encima. Cada vez que lo pienso, me muero. La verdad es que era un inconsciente», rememora Marcelino Vaquero. Su febril actividad al aire libre le valió un rosario de multas. Incluso ya en Sevilla, su madre seguía recibiendo sanciones desde el cuartel de la Policía. «Es que no paraba. Estaba todo el día jugando al balón en la calle, que estaba prohibido. Claro, alguna vez me pillaron y multa al canto», relata con una sonrisa.

El transcurso de los años demostró que Marcelino no sería un excelente estudiante, aunque guarda un imborrable recuerdo de don Floro, el maestro de varias generaciones de avilesinos, pero que sí podría ser un excelente deportista. Su sangre y sus genes eran dos motores demasiado potentes. Su familia, futbolera, le animó para que probara suerte en el balompié. Con 11 años comenzó a jugar en el equipo del Frente de Juventudes de Avilés. De ahí, al Elemento de San Cristóbal hasta que el Real Avilés le echó el ojo y lo incorporó a su equipo filial, el Carbayedo. Aunque pasaría a la historia como uno de los mejores centrales de la historia del fútbol español, Marcelino Vaquero comenzó su carrera como delantero. Sus espectaculares condiciones físicas y su envergadura, superior a la de sus congéneres, le convertían en un peligro constante para las defensas. Parecía que Marcelino había elegido el fútbol como forma de vida, pero sus convicciones se tambalearon en 1945.

En aquel año, la Federación Nacional de Atletismo decidió estrenar el estadio Suárez Puerta con la celebración del Campeonato de España. Aquello fue un acontecimiento para una pequeña población como Avilés, pero que, curiosamente, ostentaba una de las mejores pistas de atletismo del país. Ver a la élite atlética española en vivo y en directo no sólo dejó obnubilado a Marcelino, sino que también le dio la oportunidad de comprobar que, a poco que canalizara sus magníficas condiciones físicas, podría estar a la altura de aquellos colosos. Así fue como, en compañía de su amigo Sera, Marcelino comenzó a tomar prestada madera de eucalipto para fabricarse unas rudimentarias pértigas. Quería llegar a lo más alto. Sin entrenamientos específicos, tan sólo guiado por sus facultades atléticas y su intuición, aquel joven de 15 años alcanzó la medalla de bronce en el Campeonato de España de juventudes de 1947, en Burgos. Era el preludio de una carrera meteórica.

Estaba claro que el deporte sería el futuro de Marcelino. A él le tiraba más el atletismo, pero la influencia de su tío Guillermo, entrenador por aquel entonces del Sevilla, resultó determinante. Campanal I vio en las condiciones de su sobrino un filón y no dudó en convencerlo para que abandonara sus sueños atléticos y enfocara su carrera hacia el fútbol. Así, el 12 de septiembre de 1948 Marcelino Vaquero González del Río, que ya se hacía llamar a sí mismo Campanal II, se embarcaba en el «Ita» rumbo a Sevilla, donde arribaría cuatro días más tarde a través del Guadalquivir. Su tío Guillermo asumió las riendas de su formación. Como sólo tenía 16 años, Marcelino no podía jugar aún en el primer equipo del Sevilla, así que el club de Nervión lo cedió primero al Coria y después al Iliturgi de Andújar (Jaén).

Campanal II recuerda sus primeros días en tierras andaluzas como una especie de calvario: «Los entrenamientos eran un suplicio. Hacía un calor tremendo y yo, que venía del Norte... tuve de todo: diarrea, catarro; no podía dormir. Durante cuatro o cinco meses, llegaba el último en todas las carreras que hacíamos en los entrenamientos, pero a los seis meses ya los barría a todos», recuerda Marcelo, orgulloso. Su facilidad para mantener a raya a los delanteros y, sobre todo, sus colosales condiciones físicas propiciaron su temprano debut en Primera División con el Sevilla. Fue en diciembre de 1950, en Nervión (el actual campo del Sánchez Pizjuán) ante el Athletic de Bilbao. Al bisoño futbolista avilesino le tocó marcar al internacional Iriondo. Lo secó. En su segundo partido, ante el Atlético Aviación (denominación del actual Atlético de Madrid), dejó en evidencia a otro internacional: Juncosa. Nacía la leyenda. Su velocidad, su increíble capacidad de salto y su colocación convirtieron al avilesino en el mejor central de la Liga.

El avilesino ha pasado a la historia como uno de los mejores centrales del fútbol español

Campanal II debutó en Primera División con el Sevilla, en diciembre de 1950, ante el Athletic de Bilbao