Puede conjeturarse acerca de la República y el Imperio Romano, el final de la Reconquista en Granada, la Guerra de las Rosas, la Independencia norteamericana (no ha habido otra), las campañas napoleónicas o los cañonazos del acorazado «Potemkim» y para ello basta con acercarse a los libros de historia. Pero nuestro conocimiento actual tiene aún supervivientes, está recogido en las hemerotecas y con mayores o menores manipulaciones, podemos hacernos una idea aproximada de lo que pasó.

Lo asombroso es la mistificación de los sucesos que tuvieron lugar ante nuestros ojos hace menos de 40 años. Se ha embarullado tanto que será difícil deducir la verdad para consumo de las generaciones venideras y me refiero a esa recurrencia de la Transición, como si hubiera sido un cuento de hadas, o de miedo. Tíos con toda la barba y mujeres posmenopáusicas cotorrean en el Parlamento, los medios de comunicación, los libros, el cine y demás, traficando indecorosamente con la verdad que, en ciertos aspectos suele ser objetiva y comprensible. Hablan de la Transición como si hubiera sido la toma de La Bastilla, que, por otra parte, no se parece en nada a lo que cuentan. La vieja fortaleza acabó siendo la residencia forzada de nobles inconformistas que, salvo la libertad, disfrutaban de las comodidades que la vida ofrecía a los ricos en aquel momento. Incluso parece cierto que cuando las heroicas masas derribaron las puertas tuvieron que hacerlo porque no había nadie que las abriera y apenas encontraron un huésped medio chiflado.

La reciente historia de España ha sido tan manoseada que no la conoce ni la madre que la parió, con expresión registrada por don Alfonso Guerra. Y somos muchos los que estábamos vivos y coleando por aquellas fechas. Franco muere en la cama, perforado por numerosos tubos, tras una larga agonía de la que daba un quejumbroso parte el «equipo médico habitual». Sucede a finales de noviembre de 1975 y es enterrado en Cuelgamuros, donde está, por ahora, a menos que Garzón se proponga designar otro destino a los huesos.

Una enorme muchedumbre pasó delante de su féretro en el Palacio Real y puedo contar -creo que ya lo hice alguna vez- la anécdota de la conservación del cadáver. Le habían encomendado esta tarea al doctor Espín, buen amigo mío desde los tiempos en que era mozo en el depósito de cadáveres, donde se ganaba la vida y con encomiable fuerza de voluntad estudió la carrera de Medicina en las interminables guardias. Como miembro de «El Caso» pasé muchas horas en su compañía. El doctor me contó, después, las condiciones lamentables en que tuvo que desempeñar el encargo, por estar especializado en la tarea de embalsamar, entre otros, a los norteamericanos fallecidos en Madrid, que expedían al lugar de origen. Al cabo de dos días, se notaba la fatal descomposición del cuerpo expuesto y me confió que no le habían facilitado medio alguno por lo que tuvo que colorearle algo las mejillas con el lápiz de labios que pidió prestado a una hija suya. Perdón por la fútil anécdota, pero siempre viene a cuento algo anecdótico.

Yo no desfilé ante el catafalco -me fiaba de la noticia de que había muerto- lo que sí hizo alguna hermana mía y millares de madrileños y otros muchos se quedaron en sus casas. ¿Cambiaron las cosas? Evidentemente, sí, pero no de forma inmediata ni violenta. Los resortes del poder seguían en determinadas manos, el Ejército y la Policía mantenían cierta disciplina y el pueblo asumía el fin de una época. Y he de hacer una manifestación, creíble bajo mi palabra. Durante largos años del régimen, dedicado a publicar, dirigir y escribir en los periódicos, nunca sentí el peligro del poder represivo como en la primavera del año 1976, muchos meses después de la desaparición del dictador. En el semanario «Sábado Gráfico» publicamos las salpicaduras en España del «caso Lockheed», una compañía que fabricaba aviones y había estado sobornando a las personas adecuadas en los países donde pensaba hacer negocio. El caso más notable, por la personalidad del imputado, fue el del príncipe Bernardo de Holanda, pringado en unos milloncetes del dólares. El affaire había llegado a España pero tuve la precaución de consultarlo con el teniente general Emilio García Conde, que había sido el primero en desempeñar el cargo de Jefe del Alto Estado Mayor del Aire, al clausurar el ministerio; un ovetense, magnífica persona y de intachable dignidad. Llevaba poco tiempo retirado pero me confirmó que existieron pequeñas corrupciones, de escasa entidad económica: un tablero de ajedrez de jade y algunos presentes, aunque bastante para justificar la imputación de cohecho. El Ministerio del Aire se me echó encima y fui convocado por un antipático comandante jurídico todos los jueves a su oficina, que estaba en un segundo piso, sin ascensor, nada recomendable para mis ya averiados bronquios.

Me paró el golpe Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, a la sazón, por intermedio de una querida amiga, Carmen Díaz de Rivera, jefa de su gabinete. Tuvo la deferencia de recibirme y llamar al entonces jefe del JUJEM, el general Franco Ibarnegaray. Lo tuve crudo, palabra. Hasta la victoria electoral de los socialistas, en 1982, pasaron ¡siete años! Eso es lo que tardó la democracia española en alcanzar el limbo de la libertad, una lenta y aburrida testamentaría que procuró a la mayoría de los españoles un gratificante olvido de las peripecias hasta entonces soportadas. Todo eso está en los escritos, así que ¡menos camelos, héroes de pacotilla!