La exposición de Manuel Calvo (Oviedo, 1934) en el Museo Antón mantiene una lucidez y una poética que la convierten en una experiencia deliciosa y se podría decir que necesaria en estos tiempos. Esta acumulación de objetos, procedentes de la naturaleza o manufacturados, que vertebran un paisaje abigarrado que el artista fue acumulando en su casa-taller desbordan el concepto de escultura y logran atrapar al espectador reivindicando el placer visual. Y resulta muy de agradecer en un momento en el que nadie arriesga y se suceden los cromos y las imposturas, favoreciendo una situación patética en la que se aplaude la chorrada y adquiere visibilidad la trampa visual, aparentemente moderna, pero simple y llanamente definible como lodazal estético.

Comprometido, siempre, con las causas de los perdedores -su padre fue fusilado por el ejército rebelde franquista-, de formación autodidacta, en su primera etapa practicó una abstracción lírica que desembocó en una obra estructuralmente geométrica contaminada de emoción. En 1958 realiza su primera exposición individual en la madrileña sala Alfil. Interviene en la primera exposición de Arte Normativo Español que se celebra en el Pabellón de Valencia en 1960 junto al Grupo Parpalló, Equipo 57, Equipo Córdoba y José María Labra. En 1961 expone en la galería Darro en Madrid una serie de obras que continúan su investigación racionalista en torno al espacio. Posteriormente realizó sus «hombrecitos» -agrupación de figuras que crean un entorno físico y político-, serie que recibirá el nombre de «El mundo para quien lo transforma», un trabajo que fue incomprendido en la época. Manuel Calvo se acerca a posiciones artísticas más radicales cuando abre al público su estudio conviertiéndolo en un centro de numerosas actividades artísticas, un proyecto que recibió el nombre de «Taller-exposición, Inauguración todos los días».

Próxima a aquella aventura se halla esta propuesta, que recorre las diversas salas del Museo Antón, cargada con un cierto potencial subversivo, alejada del academicismo y apostando por el vagabundeo que Walter Benjamín consideraba la verdadera rebelión urbana. Manuel Calvo en este deambular recoge objetos cotidianos de desecho que transforma en obra, rescatando lo humilde y olvidado para otorgarle un nuevo significado. Fotografías de su taller conviven con vitrinas repletas de piezas, en las que se entremezclan la soledad y el dolor con motivos eróticos, un abigarramiento que nos permite asistir «a la lucha entre lo constructivo y orgánico -señala Ramón Mayrata en el catálogo- a la tensión de lo real con sus dobles, a las diversas composiciones de la materia en el espacio formando una multitud de apariencias distintas». Pero están, también, sus hombrecitos anónimos, sus máscaras descompuestas por el horror, sus humildes cerámicas, sus ensamblajes, sus provocaciones, un universo personal tan alejado del objeto ficticio como próximo a una poética germinal.

Pero lo realmente importante de esta exposición es que nos permite reencontrarnos con un artista que ha sabido crear un lenguaje personal, trabajando con total libertad y saltándose los límites entre el arte y la vida. Su discurso que revuelve entre el caos y el fragmento, ha adquirido la suficiente fortaleza como para convertir cualquier objeto en una obra cargada de misterio y emoción.