Pienso que, con escasa convicción, las autoridades y legisladores renuevan el propósito, siempre fallido, de desmoralizar a los fumadores, para que abandonen el hábito, que ciertamente puede ser letal en un enorme porcentaje. Ahí es nada: proscribir el tabaco por inducción intelectual, algo así como si prohibieran rascarse a quien le pique algo. Para que no haya confusiones, he de manifestar que soy un antiguo fumador, ahora partidario acérrimo de que se destierre tal hábito de la vida social.

Dediqué buena parte de la existencia a corromper mis bronquios y el mal llegó tan adentro que disfruto de un rozagante enfisema con el que convivo, a pesar de haber abandonado el tabaco hace casi treinta años. En otro tiempo soñaba a veces -algo que resulta usual en muchos ex fumadores- con profundas caladas de humo que me proporcionan un extraordinario placer pero que, afortunadamente, no se trasladan a la vigilia. Y también con que soy investido de tanto poder como para instalar una liga de fútbol para fumadores y otra para no fumadores. O calles exclusivas para unos y otros. Cualquier exageración tiene cabida en la mente de los arrepentidos.

Sinceramente, no le veo futuro al cumplimiento de este renovado propósito e incluso llego a pensar que la correlativa publicidad se ha hecho con desgana, entre otras cosas, porque es una aberración que alguien vaya contra sus propios actos, y los servidores del Estado conocen de qué lado está la mantequilla en la tostada presupuestaria. Lo saben desde el principio.

Dicen que el primer fumador occidental del que se tiene noticia fue Rodrigo de Triana, el mismo que avistó la costa americana desde la cofa de la carabela. Sus convecinos, ya en la Península, le denunciaron a la Inquisición por presumible trato con Satanás, ya que «después de aspirar por un canuto espiraba humo por boca y narices». No fue un precedente válido para las católicas majestades, cuyos proveedores hacendísticos comprendieron el enorme chollo que las diabólicas hojas iban a suponer para las arcas, siempre desfallecidas. Tuvo sus defensores y, a lo largo del siglo XVIII, la llamaron «hierba santa», con propiedades salutíferas.

Para alcanzar la mayor coartada, al envite las damas, que se dieron al vicio como condenadas, lo cual era sólo una premonición, pues parece que hoy el número de mujeres que fuma está igualando o sobrepasa el de varones. Hay una pequeña anécdota que conocen los historiadores del tabaco, y es el origen de lo que se llama vitola, el anillo donde se proclama la marca del cigarro. En principio fue una deferencia y una exigencia de las mujeres, una banda de papel destinada a proteger los largos dedos femeninos de la fea mancha amarillenta de la nicotina.

Aquello había que defenderlo, ¡y cómo! El mejor reflejo está en las terroríficas disposiciones penales que protegían la explotación, pues, conocida su pródiga difusión, todo quisque intentó sembrar, recolectar, moler y fabricar por su cuenta. Una real cédula firmada el 15 de abril de 1701 en la Villa de Madrid dispone que para los nobles e hidalgos que se dediquen a la competencia el castigo sea la pérdida de la mercancía y de los útiles para transformarla, además de una multa de 2.000 ducados, que eran un pico. Esto, la primera vez, pues la reincidencia venía penada con el doble de la sanción económica y cuatro años de presidio en África. La contumacia del defraudador, fuera noble o hidalgo, traía el destierro a perpetuidad y el secuestro de todos sus bienes. Los pormenores indican que la aristocracia no tenía empacho en falsificar el rapé o los cigarros por la alta rentabilidad que procuraba tal delito.

Bajando tramos en la escala social, si el contraventor era tenido por hombre bueno -calificación desaparecida hace tiempo-, a las aflicciones anteriores se sumaban seis años de galeras, y entonces parece que las penas se cumplían a rajatabla y no había reinserción ni amortización que valieran. En el último caso, el de los humildes o de baja estofa, se llegaba a la pena de muerte, no descartando los azotes y otros castigos corporales.

Los reyes, como se ve, defendían celosamente este resguardo que tan de perlas remendaba el erario público. Incluso entraban en el saco los eclesiásticos y personajes de fuero especial, aunque se mantuvieran las formas exteriores de consideración. Ya se sabe: «Os haré ahorcar con muchísimo respeto».

Parece claro el alto gasto que ocasionan los fumadores a la Seguridad Social, parejo al de la recaudación tributaria por la venta de tabacos, y espabilaría la políticas sancionadora que, cuando es inflexible, concierne a todos. Se dice «darse la del humo» para desaparecer, desvanecerse algo o alguien. Quienes mantengan arraigada la costumbre de fumar contemplarán las medidas coercitivas de forma similar a las multas urbanas de tráfico previa a la informatización de datos que maniata a los ciudadanos ante Hacienda. Ha vuelto a la publicidad «gore», las imágenes de laringes putrefactas, dientes carcomidos, extremidades deformadas, intentando que el vicioso abandone la adición por asco o temor. Yo dejé de fumar, tras muchos intentos fallidos, cuando mi médico me aseguró fríamente: «Intentarás dormir echado y tendrás que hacerlo sentado y, lentamente, con muchísimo dolor y angustia, morirás asfixiado». Hoy mis mejores amigos son el «ventolín» y la botella de oxígeno, que me han dado unos cuantos años de más.

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