Para internarse en el bosque de la Literatura se necesitan mapas. Sin mapas, no hay caminos. Los exploradores con brújula descubren cada especie escondida en la foresta. La aventura de la aventura es distinguir el peso y el tesoro. La Literatura, así, en general, puede gravar el pensamiento... El dominio de los trucos, sin embargo, advierte de los paraísos recorridos; cuando se distinguen, se convierten en extraordinarios.

«Próspero sueña Julieta (o viceversa)», el espectáculo que se estrenó el viernes pasado en el teatro Palacio Valdés, es un texto difícil, poco apto para cierto tipo de público y, a la vez, una delicia para espectadores que disfrutan con el descubrimiento de las claves ocultas que esconde la función: Shakespeare a un lado, al otro Sanchis Sinisterra y allá al fondo Miguel de Unamuno. Juego de literatura, sobre literatura y para lectores preclaros.

El montaje del viernes pasado es una refundición de dos monólogos hilados bajo las sombras shakespearianas, dos obras perdidas que José Sanchis Sinisterra pegó para conformar un espectáculo completo: un juego de literatura dentro de la literatura, una construcción mítica de los mitos paridos por la mente del bardo de Stratford... una partida dictada bajo el imperio de unas reglas exigentes que provocó una estampida de espectadores que no quisieron participar en la propuesta.

Sanchis Sinisterra -maestro de dramaturgos- abre el montaje con Próspero abandonado en su gruta, después de la boda de Miranda, sentado sobre el escritorio en el que cuenta su historia y todas sus tempestades. Próspero es quizás, de los héroes shakespearianos, el menos universal de todos, el más exótico. Sale en «La tempestad», que no cuenta con la popularidad de «Hamlet», por ejemplo... Y, por eso, al final, es el que está más lejos de los espectadores que contemplan su destrucción, a pesar de la extraordinaria interpretación de Héctor Colomé, cada día más soberbio.

Tras Próspero viene Julieta, en plan zombi o, mejor, en plan vampira desubicada que despierta todas las mañanas en la cripta en la que fue sepultada al final de su tragedia. Clara Sanchis es la que se encarga de darle vida, de darle alma y de descubrir la estupidez escondida cuando era quinceañera y todavía vivía en la bella Verona. Los dos se juntan en un estrambote final que bebe la «Niebla» unamuniana -aunque sin la presencia del autor (Sanchis no asistió al estreno, estaba en Barcelona)- o del juego chejoviano aquel de «After play», de Brian Friel. Los dos, con tristeza, descubren que sólo son personajes, puros fantasmas, esos que tanto enamoran al genial dramaturgo valenciano.