Hace poco un amigo me decía que las mujeres tenemos una percepción distinta del color, y un gusto cromático innato, lo que nos hace inventar nombres de colores como el caldera o el teja, verde pistacho o amarillo canario, o decidir qué colores combinan y cuáles no.

Parece ser que hace unos años un equipo investigador de la Universidad de Newcastle analizando la reacción de un amplio grupo de niños y niñas cuando se les preguntaba por su color favorito, observaron que ellas preferían el rosa y ellos el azul, y que esta elección podría basarse en estadios primitivos, cuando los hombres eran cazadores y las mujeres, especializadas en la recolección de frutos, debían agudizar su destreza visual para distinguir los frutos rojos entre la maleza. Yo, que soy un poco reacia a creer en la biología en estos casos, afirmaba que es precisamente en los colores en lo primero que se nos condiciona por sexos desde que nacemos: el bebé desde que llega a su nuevo hogar observa esa pared pintada de azul o rosa y la ropa que llevan puesta es, en la mayoría de los casos, de estos colores, lo que explicaría que cada sexo se decantase por uno u otro.

La teoría de los investigadores británicos no llega a convencerme del todo. O puede que yo, que prefiero el azul al rosa, sea más cazadora que recolectora. Pienso que las mujeres, en realidad, en algún momento de nuestras vidas fuimos instruidas en el amplio mundo de las tonalidades y a los hombres se les ocultó que hay vida cromática después de los colores primarios y más allá de la distinción entre claro y oscuro. Y aunque otros investigadores afirmaron hace décadas que más del 50 % de las mujeres y sólo un 8 % de los hombres pueden tener cuatro fotopigmentos, lo que nos permitiría poseer cuatro canales independientes para recibir información de color, yo me inclino más a considerar que es una cuestión de educación y estereotipos. Me cuesta creer que los hombres por ser hombres no puedan llegar a distinguir si una prenda es de color salmón o rosa palo, amarillo limón o mostaza, berenjena o burdeos, chocolate, marfil, miel, aceituna o vainilla, rosa chicle, azul turquesa o verde botella. En la vida, como en los colores, apenas hay verdades absolutas y sí una gran cantidad de matices, porque las cosas no son sólo blancas o negras, sino que existe toda una escala de grises, desde un esperanzador gris perla hasta un descorazonador y temible gris marengo.