El ser humano es un animal gregario que busca constantemente la seguridad de la pertenencia al grupo. Parece que todo resulta más sencillo si uno va por la vida portando ciertas etiquetas, sí, esas que presuntamente tratamos de evitar, pero que en muchas ocasiones nos sirven como justificación para todo lo que hacemos y que nos deja más tranquilos sabiendo que, por ello, no estamos solos.

Hace poco que un alumno de bachillerato contestaba con ironía a una de las cuestiones que yo planteaba sobre cultura general: «No lo sé, profe, he sido alumno de la LOGSE, no tengo inquietudes por aprender cosas nuevas». Me recordó a la primera vez que yo pisaba las aulas de la ESO y un alumno, algo más inquieto de lo habitual, tras indicarle que dejase de mirar hacia atrás me espetó: «Es que soy hiperactivo, ¿no te dieron mi informe?». Parecía que aquel informe era un salvoconducto para campar a sus anchas lo que restaba de curso. No hay nada más peligroso que estar diagnosticado por un profesional: contra eso ya no podemos luchar.

Yo tampoco escapo a la tentación de ponerme etiquetas para así escurrir el bulto o justificar mis propias carencias, así que cuando no me salen bien las cuentas me escudo en eso de que «soy de letras». Lo vi claro hace muchísimos años, mucho antes de que una profesora de Física y Química, famosa por su rectitud y su insistencia en amenazarnos con que si no estudiábamos acabaríamos vendiendo palomitas en Simago, anunció que en clase había alumnado que se sabía muy bien la teoría, pero que no sabía hacer los problemas: «Esos, evidentemente, deberían ir por letras el próximo curso». No tuvo que mirarme ni de soslayo, me di por aludida inmediatamente. Aquello del movimiento rectilíneo uniforme que se estudiaba en la primera unidad del libro me parecía, si me lo permiten, una metáfora imposible de lo que debe ser la existencia. La vida no es una línea recta que se transita a un ritmo constante, sino un camino ramificado, recorrido a distintas velocidades, lleno de altibajos, de encrucijadas y espirales que en ocasiones nos llevan de nuevo al mismo punto. Yo, como soy de letras, sólo sé de abstracciones y subjetividades, de saberes que son, por definición, inexactos.

Así que cuando mi alumno se etiquetó como víctima de una ley educativa fallida, tuve que asentir y reconocer que, aunque la mayor parte del tiempo luchemos por evitarlos, en otras ocasiones resulta muy útil aferrarse a los tópicos.