Volver a Madrid. En febrero la cita es obligada, no sólo por Arco sino por las diferentes ferias que se despliegan buscando un hueco en el mercadeo artístico. Cinco en total, contando con Arco, este año: «Art Madrid», «Madrid de Arte», «Flecha» y «Just Madrid». Y más de 145 exposiciones, alguna tan fresca y con planteamientos tan diferentes como «Sin Título, 2011, técnica mixta, medidas variables», organizada por un grupo de artistas en un piso de la Gran Vía madrileña. Y, sin embargo, pocos días antes de los fastos feriales seis asociaciones profesionales de las artes visuales presentaban, en una rueda de prensa, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, ocho medidas urgentes para rescatar al sector artístico de su actual paralización. Sin duda «hemos de ser conscientes -como afirmaba en un artículo Manuel Borja-Villel- de la excepcionalidad de nuestra historia y la precariedad de nuestra modernidad».

Una modernidad a la que ha contribuido Arco, que cumple treinta años con un nuevo director -Carlos Urroz- quien ha sabido conciliar muy diferentes intereses, desestimando pretensiones bienalistas, centrándose en el mercado, reduciendo el número de galerías y ordenando los espacios. Todo un acierto tras el apagón de la edición anterior que enfureció a los galeristas, aburrió a los espectadores y dejó la sensación de que esto se había acabado. La reanimación de la feria no puede hacernos olvidar, cuando se cumple su trigésimo aniversario, el voluntarismo y generosidad de Juana de Aizpuru que se lanzó a la aventura de crear un evento de arte contemporáneo en aquella España de los ochenta, ni la labor de Rosina Gómez Baeza que logró consolidar Arco mediática e internacionalmente.

Sin embargo, Arco no ha logrado fomentar, en estas tres décadas, un mercado del arte en España, entre otras razones porque no existe un coleccionismo serio, ni unas galerías -salvo excepciones- realmente profesionales, ni una ley de mecenazgo atractiva para el sector privado, ni un IVA reducido, ni las instituciones cuentan con unos presupuestos propios e independientes de los vaivenes y gustos políticos y apenas se emplea el 1 por ciento cultural proveniente de las obras públicas en adquisiciones o promoción del arte contemporáneo.

Y si las cosas ya andaban mal, la máxima de que en época de crisis no corras ningún riesgo se cumple al pie de la letra en esta edición de Arco. Mucha pintura, pisando fuerte la fotografía, escasez de vídeos y ni oír hablar de «performance» u otras manifestaciones efímeras e intangibles poco recomendables en estos tiempos. A pesar de todo, hay algunas sorpresas muy agradables como la propuesta de Dora García en Juana de Aizpuru o el vídeo protagonizado por una vagina contrayéndose, obra de Pipilotti Rist en Luis Adelantado. Muy discreta la presencia de Rusia, país invitado, con propuestas que dejan indiferentes, al contrario de lo que sucede con la sección «Opening», un nuevo espacio abierto a galerías emergentes europeas, que se configura como una cartografía de gran interés.

Las galerías asturianas Espacio Líquido y ATM Contemporary apuestan, siguiendo la tónica general de esta edición, por la pintura y la fotografía. Las poéticas figuraciones de Chechu Álava, los dibujos de Fernando Gutiérrez, las fotografías intimistas de Rebeca Menéndez y la instalación de Alicia Jiménez completan el pabellón de Espacio Líquido; mientras ATM rescata a un artista secreto y de gran interés como fue Armando Suárez y apuesta por Irma Álvarez-Laviada. Por otra parte, nos encontramos a Herminio en la galería Crayon, el jovencísimo Fran Meana en la galería Nogueras Blanchard, a Pelayo Ortega en Marlborough y a Dionisio González en Max Estrella.

La trigésima edición de Arco se puede calificar de conservadora, pero su director ha logrado crear una feria más ordenada y normalizada, con planteamientos pensados para vender, sin pretender definir tendencias sino mercado, en un mundo donde, como afirma Boris Groys, «sólo las acciones y las transacciones parecen importantes».