Qué amigos fueron! ¡Cuántas veces recuerdo sus rostros y su casa! ¡Cuántos días me dejo llevar por la memoria y pienso que madrugan y que encienden la luz y quitan las clavijas de las contraventanas! ¡Cuánto los quise! Sobre todo a José, que me agarraba en brazos y me hacía «rebelgos» y llevaba un tatuaje en rojo y en azul de un rostro sonriente y un corazón y un ancla. Cuánto misterio detrás de aquellos lentes y aquellas manos diestras, y de aquellas historias de tierras lejanísimas que me contaba.

José era mi guía. Era un maestro auténtico. Había sido marino y recorrido enteros los océanos todos, los cabos escarpados, todos los mapas. Amaba las culebras y odiaba los ratones, que le habían roído los calcáneos, una noche en un barco, mientras dormía en suelo, tumbado en una manta. Era un gran carpintero de botes y motoras. En su taller tenía marcada mi estatura, en la pared, con tiza, y me medía siempre una vez por semana. Olía siempre a brea y llevaba en la oreja un lápiz rojo y grueso y me pedía ayuda cuando había que echar cuentas o untar con galipote las chalanas. De premio, pastillas de eucalipto y un paseo a la tarde, si no llovía, contándome una fábula.

Inés reñía mucho. Caminaba despacio, con muleta de palo y al mínimo descuido, si algo no le placía, levantaba la voz y regañaba. Vestía entera de luto y se ponía mantilla los domingos para bajar a misa y colgaba un rosario en sus manos cruzadas y se podía pasar las tardes y los días pidiéndole a los santos salud y bienestar y que jamás volvieran ni el hambre ni la guerra. Y se dormía a la sombra de una higuera parrada. Inés preparaba la cena muy temprano, descascaba unos huevos, separaba las yemas y batía las claras.

¡Cuánto aroma a resina en los gratos recuerdos que me asaltan! ¡Me enseñó tantas cosas conocer a José y compartir con él aquellos años, me sirvieron de tanto sus tantas enseñanzas?! La dirección del viento, los nudos marineros, las mareas, la luna, las montañas de América, las selvas extensísimas, los ríos caudalosos, los nombres de las plantas. ¡Cuánto recuerdo ahora su gesto envejecido! ¡Cuánto se echan de menos las sonrisas queridas! ¡Cuánto se necesitan un hilo de su voz, un halo de su luz, un sincero apretón de su palabra!