Saúl FERNÁNDEZ

Julian Schnabel lo confesó ayer en el foyer del auditorio del Niemeyer: «Nunca había tenido una máquina de fotos y cuando empecé a hacer películas tampoco conocía cómo funcionaba el cine. Cuando tienes necesidades, utilizas todos los modos posibles para poder crear algo. La necesidad es la madre de la invención». Schnabel es arquitecto, pintor, director de cine y desde hace menos de una década también es fotógrafo. El fruto de este empeño se puede ver desde ayer mismo en Avilés: polaroids enormes, tamaño 50,8 x 60,9, retratos de amigos, bodegones avejentados y paisajes cercanos para entender a uno de los artistas más singulares de la segunda mitad del siglo XX.

Schnabel, que durmió en Madrid, llegó a Asturias a mediodía. Le condujeron al Niemeyer para atender a los medios de comunicación, pero prefirió al principio recolocar las fotos que Petra Giloy-Hirtz, la comisaria de la muestra, había dispuesto en los bajos del auditorio. El artista descolgaba un marco y lo transportaba hasta el lugar exacto en el que tenía que ser contemplado y todas las miradas, entonces, se iban a los movimientos del autor de «Antes que anochezca», «La escafandra y la mariposa» o las «plate paintings» de los años ochenta.

Recorrió la sala en la que sus fotos van a lucir hasta septiembre y, a cada paso, encontraba un nuevo detalle que había que cambiar. Fotos en color y en blanco y negro, reproducciones de locos de aspecto gótico, retratos tan singulares como los de Plácido Domingo, Christopher Walken o Mickey Rourke. Julian Schanabel es un tipo muy duro, pero que se endulza cuando habla de su familia. Posa delante del retrato de su hijo porque esa es la foto que prefiere del conjunto que se muestra. O eso dice en medio español.

-¿Por qué mezcla los retratos de su familia con las reproducciones de los locos?

-Cuando convocas los fantasmas, al final te acaban a atrapando -responde con una medio sonrisa. Difruta caminando por el lado más salvaje de la vida, como uno de sus amigos predilectos: Lou Reed, con un par de retratos en la muestra avilesina que produce el Niemeyer, que se ha visto en el museo de la Fotografía de La Haya y que, a finales de septiembre, viajará a la Fondazione Forma per la Fotografía, en Milán.

Las polaroids de Schnabel no tienen título, «aunque tienen título», apunta: el nombre del personaje retratado. Se detiene ante el de Tucker Geery, una polaroid atravesada por un brochazo de color violeta. Geery era un amigo íntimo del artista: «Construyó mi estudio, mi casa, y murió el año pasado. Habíamos nacido el mismo día. Era muy majo. Al poco de poner esta mancha en la fotografía él enfermó. No sé si sentí algo en su aura, el caso es que en los otros cuadros de este grupo no pinté nada», comenta.El grupo al que se refiere es a las distintas fotos tiradas en su estudio.

«Las imágenes son de una cámara grande de Polaroid de los años setenta, pero lo que me interesa es que parecen más antiguas; la mayoría de las cosas que yo hago parecen más viejas de lo que en realidad son», explica. La colección que se muestra en Avilés recoge el diario fantasmal del artista desde el año 2004. «Mi trayectoria es la de un viajero en el tiempo. Echo de menos los sentimientos que tuve cuando vi mi arte en fotos, por eso me lancé a hacer estas polaroids», añade el artista meticuloso, que dirige la visita al fruto de su ojo mecánico.

Sin haber tenido una cámara de fotos el multiartista norteamericano comenta que las polaroids son como una jornada de trabajo en su estudio, en Montauk, en Long Island. Schnabel tiene un estudio al aire libre. «El aire, la lluvia, el sol... tienen un impacto en lo que yo hago. Sin techo puedo ver mejor, desde más distancia, y tengo la oportunidad de ver los cuadros con luces distintas en cada momento. Es aburrido estar en un sitio donde la luz es igual todo el tiempo. Las obras que haces al aire libre funcionan mejor cuando las traes adentro», concluye, en el foyer del Niemeyer, el salón en el que un artista muestra los trazos de la luz atrapada en un instante, revelado del tiempo.