Aleita André es la artista profesional más joven del mundo. Tiene 4 años, pero lleva comercializando sus cuadros abstractos desde antes de cumplir los 2. Al ver la galería de obras de esta precoz artista australiana reconozco que el resultado, muy colorista, es llamativo e incluso atractivo. Cualquiera diría que estamos ante una niña prodigio. La historia está plagada de ejemplos: Mozart componía obras musicales ya con 5 años de edad y a esa misma edad Lope de Vega leía latín y castellano y componía versos. Sin embargo, más que cuestionarnos si realmente esta niña es un portento, el caso de Aleita a mí me suena a un intento de traspasar la delgada línea que a veces existe entre el arte moderno de calidad y el oportunismo. Al contemplarla en un vídeo llevando a cabo una de sus obras, no veo en ella nada de genialidad, sólo una niña de 3 años embadurnando un lienzo, vaciando botes de todos los colores y disfrutando precisamente como cualquier niño haría. El resultado, trazos de pintura en un mosaico de colores, no me parece un prodigio mayor del que podría realizar la mayor parte de los niños de su edad, con la diferencia de que sus composiciones se venden por precios que oscilan entre los 3.000 y los 7.000 euros.

Los padres de Aleita han sabido rentabilizar al máximo el potencial de su hija, y adaptarse a las exigencias del mercado artístico actual. Los dos son aficionados a la pintura, y un día mientras trataban de confeccionar algún cuadro abstracto, la niña posiblemente se interpuso entre progenitor y lienzo, tal vez tiró algún bote sin querer sobre él, y a sus padres se les encendió una bombilla. Supongo que éstos, visionarios sin duda, contemplarían con estupor cómo el resultado de la mezcla de Aleita sobre la tela resultaba más artística que los cuadros que ellos pintaban. Me acusarán de insensible, o de no saber nada de arte actual, pero no me negarán que ustedes también han pensado en alguna ocasión al enfrentarse a una obra de arte, «eso parece que lo ha hecho un niño» o, incluso, «si me pongo, eso lo hago yo».

Decía Pablo Picasso con evidente ironía que él, de niño, pintaba fatal como Rafael, y que le llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño. Tal vez sea eso lo que a veces nos falta, un poco de sensibilidad infantil. El valor de la obra de Aleita reside en realidad en su falta de prejuicios, en su libertad creativa, en no concederle a su obra ningún valor económico. Todo eso vale mucho más que los miles de euros que sus padres han puesto como precio a la inocencia que, inevitablemente, Aleita perderá con el paso del tiempo.