Romadorio (Castrillón),

Saúl FERNÁNDEZ

El catedrático neoyorquino James D. Fernández cuando llega a Romadorio, en Castrillón ya no es James, es Jaime: el primo Jaime. José, su padre, nunca ha dejado de ser José, aunque naciera en Nueva York. Y eso fue hace la tira, en el año del «crack de 1929». José y James regresaron al lugar de donde escapó José Fernández Álvarez a principios del siglo XX para buscar una vida mejor en las Américas. James D. Fernández es el promotor de la muestra «La colonia: un álbum fotográfico de inmigrantes españoles en Nueva York (1898-1945)», una exposición colgada en el Valey de Piedras Blancas desde hace unos pocos días. José, por su lado, es historia viva de la emigración, «asturiano» pionero nacido lejos de las costas del Cantábrico.

James D. Fernández enseña Literatura y Cultura Españolas en la Universidad de Nueva York. Estudia la integración de los españoles en la vida cotidiana de ciudad norteamericana que fue puerta de entrada a la emigración desde mediados del siglo XIX y hasta la Gran Depresión. José Fernández, su padre, se jubiló hace unos pocos años. Comenzó su vida laboral en el taller de cigarros puros que había abierto su padre en el distrito de Brooklyn, en el barrio de Flatbush, el lugar que eligieron los españoles de Nueva York para su paraíso particular.

«Mi abuelo José Fernández Álvarez está en Cuba en el año 1905. Tenía entonces 16 años. Según he podido saber, era hijo de Xuan Fernández y de Generosa Álvarez. Parece ser que Xuan, mi bisabuelo, era madreñero», comenta el catedrático neoyoquino camino de la casa familiar. Él y su padre se han citado con el periodista en el área recreativa de Romadorio: columpios y una placa en honor al doctor José Villalaín. «En casa de mi bisabuelo el doctor jugaba la partida todos los días», explica Fernández. A Villalaín al final le nombraron marqués de Romadorio. «Le llamaban "El Americanín de Romadorio", pero nunca estuvo en América. Eso fue por el tiempo que pasaba en casa de mis bisabuelos», señala el catedrático.

La casa familiar de José Fernández Álvarez es ahora de Raúl Pérez y de María Pravia. Raúl es hijo de Esperanza Fernández, la hermana del aventurero que cruzó el charco para conqusistar América. Esperanza, recuerda Raúl Pérez, «fue la única de los hermanos que se quedó en España». Los tíos de James D. Fernández fueron seis. Los enumera Raúl Pérez, que se deja fotografiar una mañana invernal junto a su mujer delante de su domicilio: «Manolo, Alejandro, Ramón, Jesús, que murió, y Nicolás. Nicolás terminó regresando de América», dice Raúl, primo del catedrático.

La vida del catedrático de Literatura y Cultura Españolas es consecuencia de la miseria del comienzo del siglo XX en España: una familia más que embarcó en el Puerto de Avilés hacia las aguas cálidas del Caribe. «Mi abuelo, ya te digo, marchó a Cuba. Muy pronto, sin embargo, está en Tampa, en Florida. La aventura norteamericana desde La Habana no era tanta aventura», explica el profesor. El resto de los hermanos del abuelo de James D. Fernández también se aventuró en pos de los mejores tiempos. «Mi padre nos indujo a conocer nuestro pasado.

El primero que regresó a Romadorio fue mi hermano José y, después, hemos venido los demás», apunta el catedrático. «Yo estaba en el instituto, tenía 16 años, y el viaje de fin de curso fue a España. Mi padre me dijo dónde estaba Romadorio y me planté aquí», recuerda el catedrático. «Lo mismo habían hecho sus hermanos antes», comenta José Fernández. «Entonces me encontré otro mundo: Raúl trabajaba el campo, tenía animales, vacas. No había teléfono. Fue una sorpresa y sentí una rendida admiración por mi abuelo», señala James D. Fernández. Aquella primera impresión fue tan grande que el futuro catedrático decidió redactar una tesina de final de carrera sobre los cuentos orales en Romadorio. «Estuve varias semanas con la grabadora, coleccionando relatos», explica Fernández. La tesis doctoral del asturamericano se centró en el género autobiográfico en la Literatura Española. Fernández se doctoró en Princeton.

El salto hacia el progreso precisa de un trampolín en el que tomar impulso. Los norteamericanos son los mejores detectives de su pasado. La ausencia de una historia común explica la abundancia de los relatos particulares, leyendas que explican el presente. América comenzó a forjarse en las calles de la ciudad de Nueva York. Los primeros herreros del país recién nacido fueron inmigrantes europeos. En el primer tercio del siglo XX en la ciudad del río Hudson residían 30.000 españoles, un tercio de ellos, además, procedía de Asturias. Los asturianos en Nueva York son todavía desconocidos.

José Fernández, neoyorquino de pro, reivindica sus raíces españolas. «Era muy pequeño, un párvulo, cuando la maestra quiso corregir mi nombre. Quería ponerme Joseph, pero le dije que no», sonríe el padre del catedrático.

-¿Y cómo le llaman en los Estados Unidos?

-En el trabajo, Joe. La familia, Pepín.

Los castrillonenses se habían establecido en Flatbush. José ha perdido el dominio de la lengua española, pero se negó a que sucediera lo mismo con sus hijos. «Mi mujer era irlandesa. No sabía una palabra de español», sonríe Fernández. Matricularon a sus hijos en el colegio de los frailes javieranos de Brooklyn, un centro con profesores cubanos y con un programa de estudios «bastante innovador», explica James D. Fernández. «Historia Universal, Historia de América y Lengua Española la impartían en lengua española», apunta el catedrático. «Ahí fue donde aprendí español», recuerdo. Ahí y también en casa de los abuelos. «Mi abuelo, el primer emigrante, murió muy mayor, en 1983. Había nacido en 1889. Íbamos todos los domingos a su casa», recuerda James D. Fernández.

El primer emigrante de la familia Fernández conoció a la que sería su esposa, Carmen Alonso, en un acto organizado por los asturianos de Nueva York. «Era de Ribadesella. El acto se celebró en Manhattan, en la calle 14. Allí estaba el Centro Asturiano», señala el catedrático. El matrimonio fundó una fábrica de cigarros puros. «Fue muy importante. Comercializaba dos marcas: El rey de la barba y El recreo. Traía el tabaco de Cuba. Suárez & Crespo era la empresa importadora», añade el catedrático. Los años transformaron el negocio tabaquero en un local de comidas. «Se llamaba Lunchonette: también era kiosko y estanco», continúa Fernández su relato. Ahí es donde empezó a trabajar José Fernández, el primer hijo del aventurero de Romadorio.

El catedrático estudia la influencia española en los Estados Unidos. «La enseñanza del castellano cada vez es mayor. En las universidades americanos se imparten clases de más de un centenar de idiomar. Las de español superan en interés a las otras 99», sentencia James D. Fernández.

El primer emigrante de los Fernández de Romadorio regresó a Castrillón en 1929, al poco de nacer su hijo. «Coincidió entonces con la muerte de su padre, Xuan, el madreñero. En la década de los sesenta regresó en algunas ocasiones. El periodista Pepe Galiana daba noticia de su regreso en la prensa local. El primo Jaime regresa a Romadorio. Las huellas que dejaron los asturianos al otro lado del Atlántico se encaminan de nuevo a la tierra que hace más de un siglo no tenía de futuro. El deseo del paraíso alimenta el progreso.