En la liturgia antigua se conocía como Semana de Pasión a la que precedía a la Semana Santa. Era la cuarta semana de Cuaresma, o sea que la última de aquellos cuarenta días de ayunos y abstinencias con los que la Iglesia penitenciaba para preparar las solemnidades relevantes de la Semana Santa. El Concilio Vaticano II suavizó estos rigores de tal manera que ahora apenas si se nota, aún siendo fiel asistente a las misas cotidianas, salvo por el color morado de las vestiduras.

A muchos les parecerá que el recuerdo de la vetusta Semana de Pasión es una mera añoranza de los tiempos oscuros. Con seguridad, incluso la mayoría de los católicos practicantes serán de la misma opinión, adictos como son a las modernidades posconciliares de la misa en lengua vernácula, en lugar de en el latín universal; a los cantares simples con acompañamiento de ñoñas guitarras, en lugar de la mística de los coros melismáticos y de la solemnidad del órgano gregoriano, y al desenfado de la plática metálica vertida a través de altavoces, en lugar de la acongojante homilía a viva voz desde la elevación del púlpito flotante entre la tierra y el cielo. En definitiva, tiempos pasados.

Es verdad que en las iglesias ya apenas se encuentran más que residuos de lo que fuera aquel tiempo de penurias añadidas a las cotidianas. Con más razón, cualquiera podría decir que, en la vida cotidiana, unas épocas del año no se diferencian de otras más que por el clima, por la mayor o menor largura de los días, por cuando hay que encender la calefacción o el ventilador, por si es tiempo de trabajo o de descanso, por haber o no rebajas de temporada, o por otras semejantes veleidades. Cabría pensar que ya no hay témporas que modifiquen los hábitos y perturben las conciencias de la comunidad. Pero verá que esta percepción es mera apariencia por poco que se escarbe. Comparemos sino la antigua liturgia con lo acontecido en la última semana.

«Porque se levantaron contra mí los extraños, y los violentos buscaron mi vida», decía el salmo del Introito en la misa del lunes. ¿No sería exactamente eso lo que pensó Cascos tras saber el resultado de las elecciones del domingo? Pero la cosa se puso temblando, porque quedaba por recontar el voto de los emigrantes y, aunque suele ser siniestro, no perdió nuestro Presidente su esperanza, para lo que el salmo que introducía la misa del martes venía de perillas, cuando rezaba: «Escucha, Señor, mi oración y no deseches mi súplica, mírame y escúchame». Pero el miércoles el recuento quedó como en la frase del Evangelio de San Juan que se leía en ese día: «Así que entre ellos había disensión», porque resultó, como quien dice, en un empate, más uno que no se sabe, así que puede que sigamos sin gobierno regional, con lo que tampoco pasa nada, porque en Bélgica no lo tuvieron durante dos años y mire usted que ricamente han sobrevivido.

Si con esta pasión regional se sucedieron los tres primeros días de la semana, con una más general vivimos el jueves y el viernes. Qué bien se acomodaron los sindicatos, con su huelga y sus manifestaciones, a la liturgia del jueves, que tal parecía que iban cantando el salmo del Gradual: «Levántate, Señor, defiende nuestra causa; acuérdate del oprobio de tus siervos». Y ni que decir tiene que, ante los recortes de los Presupuestos del Estado, aprobados el viernes, toda la Nación podría recitar: «Es mejor esperar en el Señor que en los príncipes». Por algo la antigua liturgia conocía a este día como el Viernes de Dolores.