No es fácil creer en Dios. Pero no nos creamos originales, ya que ésta ha sido -y será- la mayor duda de la Historia. Nos gustaría un Dios que respondiese a nuestras preguntas, aliviase temores, sanase enfermedades, un Dios a nuestro servicio; y que lo hiciera realidad nada más pedírselo. Sería muy fácil apostar por un Dios a quien pudiésemos ver y tocar, abrazar en los momentos de dolor y disfrutar en los de alegría. Pero el Dios que nos ha tocado, parece, no es así. Es verdad que algunos también se apartan a causa de la Iglesia por Él fundada, ante tanto escándalo y poca coherencia de vida con lo que se predica. Es la Semana Santa de los curas: o Judas, traidor; o Pedro, negándolo; o Juan, siendo fiel. Algo habrá que hacer, no siempre la culpa la tienen los de fuera.

Pero profundicemos en la cuestión: en la vida nos gusta tenerlo todo atado y bien atado (trabajos, familia, amigos...). No nos gusta que nos quiten la palabra, que no nos tengan en cuenta, nos consideramos señores de la razón -porque creemos tenerla siempre- y así se lo demostramos a quien haga falta, incluso a voces -y por desgracia, hasta con puños.

Un mundo ya virtual, donde la salida de esta crisis se ve agobiadamente lejos. Hemos creado un mundo en el que, ante la dificultad de creer en Dios, hemos considerado que nos bastábamos nosotros. Pero ante la realidad que estamos viviendo, ¿se puede creer, entonces, en el hombre? Desigualdad social, racismo y explotación laboral a inmigrantes, violencia de género, guerras, indiferencias, homofobia, atentados contra la vida en todos sus estadios, hambre, fanatismos de todo tipo... Lo fácil es echarle la culpa a un Dios en quien no creemos, porque si no, sólo podríamos encontrar unos culpables: nosotros mismos. Y eso duele.

Semana Santa. Tiempo de respuestas. Tiempo de Dios. Enmudecen nuestras calles ante el redoble de tambores y el sonido de las cornetas. Pies descalzos de penitente marcan ruta a un hombre crucificado. Nazareno. Acusado de rey de los judíos. Un artesano, sabemos, condenado injustamente por aquellos que sólo saben vivir en la sombra para conspirar. ¿Tiene sentido 2.000 años después continuar con tanto capuchón? La respuesta, al final.

Porque la vida no es nada fácil. Nadie regala nada. Nos cuesta cada día, incluso cada hora. Noches de insomnio o de enfermedad o disgustos o decepciones. Días de luz, de alegrías. Pero también nublados... Y necesitamos unas manos a las cuales agarrarnos: es difícil encontrarlas. Todos tenemos prisa, siempre con juicios rápidos, queremos ser felices incluso a costa de los demás.

Hemos puesto el prestigio social en el dinero, en el aparentar, en la marca de la ropa o en los caballos del coche. Sólo un hombre camina con las manos abiertas, desnudo y sin nada propio: el Crucificado. Y sólo Él se ha quedado así por ti, porque quiso. Porque te quiere. Y ésa es la respuesta de Dios a tantas preguntas de nuestra sociedad: «Bienaventurados los pobres, los sencillos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y la justicia, los perseguidos por mi nombre...». Sólo hay un camino: el del amor. Pero no el de fin de semana, o de verano, o los interesados a los que tan acostumbrados estamos. Un amor que llega hasta la muerte, hasta darlo todo, hasta quedarse sin nada. Y sin esperar por un cielo lejano, sino empezando aquí y ahora.

Semana Santa: ¡necesitamos los capuchones! De Jesús de la Esperanza y de Rivero, de Jesusín y de los Sanjuaninos. Los de la Soledad y el Beso de Judas. Del Santo Entierro y de la Dolorosa. Sus rostros ocultos sólo dejan ver uno: el de Jesús de Nazaret, que hace dos mil años clavado en la Cruz nos salvó porque creía en nosotros. Ahora la pregunta te la hace Él: «¿Estás dispuesto a creer en mí?».